lunes, 19 de enero de 2009

EL HABLABA Y ELLA RESPONDIA

El hablaba y ella respondía. Ese habría sido el pacto desde el inicio, y muy a pesar de él, ella no lo quebraría. Después de todo, él tenía mucho más que decir. Y ella sólo debía admirarlo por eso.
En repetidas ocasiones, intentó quebrar el pacto, pero a la luz de la razón, cada intento se desenvolvía como una absurda caricatura de si misma, donde no lograba manifestar ni sus pensamientos reales, ni las emociones que la asediaban, mucho menos el amor que por él sentía. Simplemente se atropellaba en una verborrágica maratón de idiotez, rebalsada de palabras que no tenían sentido alguno, siquiera para ella. El, atónito, la observaba y se compadecía.
Eso dio lugar al pacto. Pacto implícito, puesto que de la única manera que podían comunicarse era si ella se limitaba a responder, intentando y con un alto grado de esfuerzo psíquico, aquello que él planteaba. Y el pacto servía, eran felices.
El se levantaba, preparaba el desayuno y lanzaba su primera incógnita, a la cual, en la mayor parte de los casos, hasta respondía, puesto que el resultado de los inconmensurables esfuerzos de ella, casi nunca llegaban a buen puerto, y por supuesto, se equivocaba, hasta cuando sólo debía responder. El, atónito, la observaba, sonreía y se compadecía.
Así transcurrieron varios meses, de frustración para uno y fascinación para el otro. Para él, entre cada mirada y cada sonrisa, la compasión crecía a pasos agigantados y comenzaba a transformarse en frustración. ¿Verdaderamente sería tan difícil comprenderlo?, pensaba. ¿Verdaderamente, ella sería, por siempre incapaz de ser quien hablara? Guardó un resto de esperanza, no en ella, sino en quien él creía que ella sería, y continúo su monologo. Ella, por su parte, sumida en una incomprensión a medias de sus palabras, creía entenderlo todo. Incluso hasta creía ver en sus palabras significados disparatados, como quien oye un cuento fantástico y sueña despierto con hadas y príncipes. Los creía fervorosamente, tenía certeza. La certeza no es algo menor, no menos que el disparador de sus silencios. No necesitaba más, no necesitaba hablar, no necesitaba comprender, ni mucho menos brindar una respuesta correcta, apropiada. Sólo necesitaba saber, que él seguiría hablando y ella seguiría intentando, y no se agotaría jamás la fascinación que el provocaba en sus entrañas, como quien intenta resolver un rompecabezas que no tiene fin. Sería algo in-eternum, y eso estaba bien.
Pero el comprendía, mucho, demasiado. Comprendía más allá, incluso de sus propias palabras. Comprendía y callaba mucho más de lo que decía, aún siendo la voz principal.
En su comprensión, su frustración permanecía in-crescendo y su compasión de tornaba en locura. El deseaba comprensión, un igual, un espejo. Y ella, divertida, cantaba bajito para que el no escuchara.
Una mañana, él determinó sin más, callar para siempre. Si él no hablaba, ella tendría que hacerlo, era inevitable, pensaba. Así fue, como él nunca más volvió a emitir un sonido. Y pobrecita, ella, en su interminable incógnita, jamás lo comprendió. Ella tampoco habló.
Y se sumieron en el más profundo de los silencios, por toda la eternidad.
El pacto, duró menos que sus vidas, pero al contrario de lo que pensaron sus allegados, tuvieron demasiado tiempo, antes de morir.

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