martes, 16 de junio de 2009

QUIERO ESCRIBIR

Tengo demasiado para leer, me procuro siempre tener en la biblioteca más de lo que puedo hojear, me angustio con mi necesidad de absorber más de lo que me permiten las horas y las obligaciones, y lo único que deseo hacer en este momento es escribir y mandar al diablo las obligaciones. Deseo escribir toda la noche, sin pensar en que mañana debo ir a trabajar, o en que en pocas semanas debo estar lista para dar exámenes. Escribir toda la noche, toda la semana, procurando sólo dormir de tanto en tanto y tomar algún té caliente, o comer algo cuando sea imperativo. Escribir como solía hacerlo, desenfrenadamente, como quien poseído no controla sus pensamientos o los dedos que los plasman en la hoja en blanco, llenando de repente de maravillosas historias el desafiante papel, o metaforizando el vuelo de una mosca, sin más que agregar que algún acento, alguna coma apropiada. Pero estoy falta de contenido, no es la coma ni el acento lo que me turba, es el saber que no logro la expresión de la que siempre fui capaz, de la que siempre me jacté. Me estoy perdiendo a mí misma.

Estoy en el ojo del huracán, en la calma mustia que antecede al desastre. Sé que no escribo porque no tengo sobre qué escribir, o peor aún, no tengo nada que decir sobre lo que acontece, adormecida, inutilizada, quebrada por demás, calma, quieta, expectante. O bien nada es lo suficientemente valedero como para explotarme, o estoy deliberadamente escondida en algún oscuro pasaje de mi mente, anestesiada, reprimiendo todo aquello que debería liberar para poder expandirme entre mis letras. Sé que estoy reprimiéndome, sólo que aún no logro descubrir porque, o que, o donde. Y tengo más que sabido que esta quietud no va a durar. O por lo menos eso deseo. Detesto la quietud. Desabrida.

No puedo. Necesito la explosión y no hallo la mecha, ni la pólvora, y perdí de vista el encendedor. El estupor que me provocan las realidades cuando me golpean de lleno en la cara. No me dejan volar, no me permiten ser libre, libre de todos, libre de mí, irme. Intolerables y nauseabundas realidades que me atan al suelo, y este maldito poder de no dejar de verlas, de saberlas, de entender. Quisiera ser idiota. De seguro escribiría más a menudo si lo fuera. Temo no tener talento para escribir realidades, para desarmarlas como quien rompe un cubo mágico para aprehender sus partes, pero las capto y no puedo evitarlo.

Está matando mi creación. Mi realidad me anula los sentidos, me deja absorta en una colilla de cigarrillo que humea sin dejar rastro de su veneno, la vida que estamos adecuados a vivir y que aceptamos como vida, me está matando. Pero no logro evadirme de ella por completo, sólo por un par de horas de intensa creación que ahora se me escapa, burlona se aleja de mi castigándome por haber deseado alguna vez una vida normal, una vida como la que lleva todo el mundo, me arrastra a la mundanidad que alguna vez deseé y que hoy resiento, me compele a vivir en esa realidad de supermercado y cuentas a pagar, de sueldos y quitamanchas, de dietas para adelgazar y ofertas de sexo adolescente, me cruza carteles en el camino con publicidades de gaseosas que invitan a descubrir la felicidad plena en un sorbo, me atrapa en una red de televisión por cable y consejos idiotas a gente idiota, que, paradójicamente, está incapacitada para ver su propia realidad. Quisiera ser idiota. ¡Quiero ser idiota! Quiero crear, quiero expandirme, quiero volar. Quiero inventar mi propia realidad.

Quiero escribir. Quiero inspirarme de una buena vez por todas. Quiero vivir.

jueves, 4 de junio de 2009

AROMAS

Una mañana fría de otoño desperté, y su perfume rodeaba la habitación. Desesperadamente, comencé a oler de manera frenética cada objeto que presenciaba mi angustia. De seguro, ella habría estado ahí mientras dormía. No podría haber llegado el perfume de su piel de otra manera hasta ahí, un perfume dulzón, ni floral, ni cítrico, ni ácido ni amargo. Indescriptible, pero tan suyo, tan de ella.
Olí como canino, investigando nasalmente cada rincón, cada grieta, cada prenda de ropa, olí al hurón que me miraba atónito, al cenicero, al televisor. Husmeé en la ventana, en el potus avejentado, debajo del sofá. Apresuradamente, lavé las cortinas, los platos sucios de la cena del día anterior, las paredes ennegrecidas por el dióxido de carbono de la estufa. Olí la estufa. Observé el techo, el suelo y su fotografía. ¿De dónde demonios procedía su embriagante aroma? Aroma que conocía a la perfección, del que habría respirado tantas noches, del que habría fagocitado su esencia con voracidad alguna vez.
Con su piel clavada en el alma, caí rendido a los pies de mi cama y sollocé como un niño. Poco a poco iba perdiendo el sentido, a medida que el fatídico perfume se evaporaba en el abismo de la ventilación, y como quien intenta atrapar una mosca, comencé a vapulear mis manos entre el aire, a llevármelo a la cara, a la nariz, a la boca, adonde pudiese permanecer un tiempo más. Luego me desvanecí.
No fue hasta unas horas después que desperté en un cuarto de hospital. Podía oír el llanto desconsolado de mi madre de fondo y la voz melódica del médico que intentaba explicarme acerca de la metástasis que había esparcido a todo el sistema nervioso, el tumor que se alojaba permanentemente en el hipotálamo.

DE LA HYBRIS

Es ante la grandeza omnipotente del relativismo que en reiteradas ocasiones me abstengo de emitir un juicio.
Verdades absolutas que son defendidas pasionalmente, fervorosamente, e incluso logran colarse entre mis pensamientos, debo reconocer, y entre mis acciones, son aquellas a las que más debemos temer, pues sin lugar a dudas son ensombrecen la razón, nos aquietan la capacidad crítica y nos obligan a caer de rodillas frente a un mal pandémico, la ignorancia.
Pero, luego me resulta inevitable caer en la paladeica desabridez del “puede ser”, y sin convicción alguna por nada, la mediocridad acecha, se ensobran los ideales y se guardan en el cajón de la infinidad histórica, sin dejar rastro de un motivo por el cual hervir la sangre.
Nadie desea pecar de soberbio, le huimos a la hybris temerosos de la Némesis, los dioses nos amenazan con encerrarnos en terroríficas cárceles con el fin de estrecharnos en nuestra carne y no permitirnos la dicha de extendernos más allá de la piel que nos contiene y desdibujarnos de nuestra etérea humanidad por un rato. Nos condenamos a tramitar nuestro paso por el mundo, canjeando humildad programada y una falsa modestia, sin olvidarnos de un altruismo reconocido por nuestros semejantes, por una migaja de un cielo inerte, vacuo, y quizá un abrazo que nos transporte hacia algún vestigio latente de nuestro primer hogar, un útero calentito que nos cobije de este infierno al que llamamos vida, desde donde se nos ataca por desear respirar.
Alguna vez me han dicho, que la soberbia no es un defecto. Por supuesto, reí estruendosamente durante algunos segundos para luego observar a mi interlocutor y cuestionar sus creencias. Tardé meses en comprender que mi reacción provenía de aquello de lo que me estaba riendo. Fue mi soberbia, y la que acompasa a todas mis creencias, heredadas, aprendidas e intrínsecamente ligadas a lo profundo de mi persona, la causante de mi jolgorio.
Y me pregunto: ¿Puede ser calificado de “malo” algo que es tan netamente natural?
Hoy, sin dudar un segundo, califico la soberbia de “humana”, sin juicios de valor morales, no como un “algo” extrínseco que debe ser amedentrado con castigos divinos de ser adquirido, sino como una característica de la raza humana, tan imprescindible como el tacto, puesto que la naturaleza es creadora y ella es parte de la naturaleza de nuestro ser.
Y luego, vuelvo a dudar de mis certezas, pues la inocencia también es natural.