jueves, 4 de junio de 2009

AROMAS

Una mañana fría de otoño desperté, y su perfume rodeaba la habitación. Desesperadamente, comencé a oler de manera frenética cada objeto que presenciaba mi angustia. De seguro, ella habría estado ahí mientras dormía. No podría haber llegado el perfume de su piel de otra manera hasta ahí, un perfume dulzón, ni floral, ni cítrico, ni ácido ni amargo. Indescriptible, pero tan suyo, tan de ella.
Olí como canino, investigando nasalmente cada rincón, cada grieta, cada prenda de ropa, olí al hurón que me miraba atónito, al cenicero, al televisor. Husmeé en la ventana, en el potus avejentado, debajo del sofá. Apresuradamente, lavé las cortinas, los platos sucios de la cena del día anterior, las paredes ennegrecidas por el dióxido de carbono de la estufa. Olí la estufa. Observé el techo, el suelo y su fotografía. ¿De dónde demonios procedía su embriagante aroma? Aroma que conocía a la perfección, del que habría respirado tantas noches, del que habría fagocitado su esencia con voracidad alguna vez.
Con su piel clavada en el alma, caí rendido a los pies de mi cama y sollocé como un niño. Poco a poco iba perdiendo el sentido, a medida que el fatídico perfume se evaporaba en el abismo de la ventilación, y como quien intenta atrapar una mosca, comencé a vapulear mis manos entre el aire, a llevármelo a la cara, a la nariz, a la boca, adonde pudiese permanecer un tiempo más. Luego me desvanecí.
No fue hasta unas horas después que desperté en un cuarto de hospital. Podía oír el llanto desconsolado de mi madre de fondo y la voz melódica del médico que intentaba explicarme acerca de la metástasis que había esparcido a todo el sistema nervioso, el tumor que se alojaba permanentemente en el hipotálamo.

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