martes, 25 de mayo de 2010

Los disfraces de Rigoberto

"Una máscara nos dice más que una cara..."
Oscar Fingal Wilde

Rigoberto tiene el don del camuflaje. Sus disfraces son muchos y muy bonitos. Tiene uno de flautista encantador de ratitas que es una delicia, porque además, toca muy bien el instrumento. Todas las ratitas aman a Rigoberto, que juega con palabras al amor, y su flauta mágica las atrae. Las ratitas bailan a su alrededor, mostrando sus partes impúdicas, y son todas tan lindas, tan inocentes, tan puras. Rigoberto solemnemente les jura que es su música la mejor, la única, la más bella, y estudia sus movimientos, su danza y memoriza los tonos que provocan sus movimientos predilectos, para poder repetirlos en el futuro. Rigoberto cree que perfeccionando su técnica, podrá tener a cualquier ratita del mundo, y cuando lo haga, conseguirá la mejor de las ratitas y así será feliz. Las ratitas lo idolatran, y él va desechándolas una tras otra. Resulta que ninguna ratita entiende del todo el sonido, sólo lo siguen y bailan, embelezadas, pero no comprenden. Y él desea comprensión, las ratitas, pues, no son más que ratitas, no pueden, ni desean. Rigoberto se desmorona y acaba maldiciendo a todas las ratitas del universo.

Tiene otro disfraz, también muy bonito, de médico. Si vieran como cuelga el estetoscopio de su cuello y la naturalidad con la que empuña un escalpelo, es maravilloso. Rigoberto aconseja a sus pacientes y todas le llaman respetuosísimamente “Dr. Rigoberto”, con una admiración desmedida, a pesar de que muchas saben que sólo es un disfraz. Rigoberto parlotea dentro y fuera del consultorio con todo tipo de señoras con problemas de vesícula, y las señoras, que no están acostumbradas a un doctor tan buen mozo y atento, se inventan patologías nuevas sólo para volver a verlo. Las señoras le encantan a Rigoberto, porque se deshacen en elogios acerca de su talento, y cuando una señora que ya ha conocido cantidades inimaginables de doctores a lo largo de su vida, lo elogia, enaltece su vanidad, y la baba le cae en compota desde las comisuras de sus labios y se siente omnipotente. Rigoberto a veces sueña que opera, y moja la almohada y el resto de la cama. Otras veces sueña que una vesícula le explota en la cara y despierta pensando que es demasiado joven para andar remendando vesículas oxidadas. Cuando eso sucede, cancela todos los turnos y abandona a las señoras durante algunos meses, dejándolas sumidas en un completo desconsuelo. Una de ellas murió de tristeza. Rigoberto nunca lo supo, claro, porque para ese entonces estaba encantando ratitas, y ya no le importaban los elogios de las vesículas.

Rigoberto, tiene muchos disfraces y el don del camuflaje, sí. Pero no es capaz de usarlos todos al mismo tiempo. Si encanta ratitas, no tiene tiempo ni ganas de vesículas. Rigoberto es un desmemoriado, pero las señoras no. Cuando se calza un guante, alguna siempre le reprocha su abandono, y es ahí cuando Rigoberto comprende que jamás podrá satisfacer todas sus quiméricas ilusiones. Rigoberto se desmorona, nuevamente, porque un ser omnipotente, debería poderlo todo, y él no lo logra. “La definición de omnipotencia debe estar mal expresada”, piensa.

Lo verdaderamente prodigioso es cuando Rigoberto se pone anteojos con algo de aumento, camisa blanca, corbata ocre, pantalones a cuadros y un cardigan, y sosteniendo algunos libros va camino a la escuela. “¡Buenos días profesor Rigoberto!”, exclaman húmedas, sonrojadas y ansiosas, sus alumnas. Rigoberto por convicción enseña Clásicos de la Literatura Universal en un Colegio Cristiano de Señoritas. No se disfrazaría de maestro en otras condiciones, bajo ningún punto de vista. Si lo hiciese, no cabría lugar para desentrañar las patrañas religiosas que tanto aborrece y convertirse en el Salvador, en el nuevo Mesías del siglo veintiuno, quien trae el mensaje consigo: “¡Niñas, libérense, entréguense al éxtasis, ríndanse ante el placer de la piel, y adórenme a mí, su nuevo y único Maestro!”. Convencer de esto a cualquiera que ya lo concibiera, no implicaría un desafío, y como sabemos ya, Rigoberto tiene una debilidad por los desafíos; le permiten conquistar. Es por ello que sus alumnas predilectas son aquellas que oponen mayor resistencia a sus enseñanzas, que cuestionan, que razonan. Aún, tras un no demasiado extenuante intento, siempre logra su cometido. Rigoberto es adicto a este poder. Lo es desde que tiene uso de razón. Pero como en todas su demás facetas, Rigoberto se desmorona cuando sus discípulas se alzan con sus cadenas rotas en las manos y comprenden que han sido liberadas, y ya no le necesitan, pueden valerse por sí mismas. Es en ese exácto instante, cuando Rigoberto come su manzana, guarda la lapicera, obsequia sus libros y se va para el consultorio a buscar vesículas aún no exploradas, refunfuñando por lo bajo acerca de cómo ha malgastado su tiempo.

Rigoberto guarda sus disfraces en un placard enmohecido y corroído por el paso del tiempo. Hace tanto que los usa, a diario, que ya no recuerda cómo era ser simplemente Rigoberto. Es una verdadera pena, puesto que Rigoberto a secas, llora por las noches cuando nadie le ve, y cuando se suscita en su interior la convicción de que sin sus muchos ardides, ni las ratitas, ni las señoras con vesículas averiadas, ni las puritanas y reprimidas niñas lo adorarían. Rigoberto frota sus ojos porque le cuesta ver, entre sus muchas lágrimas y sus desorientados pensamientos nocturnos, que ni la idolatría de las ratitas, ni señoras con vesículas averiadas, ni puritanas y reprimidas niñas lograran satisfacerlo por completo jamás.

Quizá lo comprenda cuando descubra los muchos disfraces que tengo guardados en mi ropero. Quizá sea ese el momento en el que Rigoberto sepa que podría ser todo lo que quisiera ser, incluido Rigoberto a secas, y que ya no se desmoronaría nunca más.

Te veo, y no.

Acurrucada en la blancuzca y mortecina luz que me alumbra,
- incipiente y desafiante en medio de la noche -
desde la penumbra, con la mirada encendida,
te convoco amor.

A desterrar lo que sobra.
A anidar en mi cama.
A morder la demencia.
A perder el sentido.

Estás atrás, casi tanto que te veo, y no.
¿Cuándo fué la última vez que olvidaste tu nombre?

Dulcemente agónica estupidez

A los 15 años, con todo por vivir aún, la inocencia retozaba feliz en mi garganta, cada vez que cantaba. Cantaba y lo veía, lo veía y cantaba. Cantaba porque lo veía, y retozaba. Feliz, tonta, inocente.

¡Cuántas paredes tenía por delante que iban a dilapidar la alegría tras algún desengaño!

Llamo desengaño, no a la traición, ni a la mentira. El desengaño, según lo entiendo, es ni más ni menos, que sacudirnos un engaño. En el caso de una niña fantasiosa, un engaño decididamente auto-infligido. Y sacudirse una fantasía, es como sacudirse el polvo después de que una muralla se nos vino encima. Hay que levantar escombros, empujar cascotes de piedra dura –que no nos mató de casualidad- y sacudirse el polvo. Acomodarse el pelo, levantar la frente y arremangarse para recoger cuánto pedazo quede de nuestro antiguo ser, para reconstruirlo, con una ilusión menos en la mochila, con una nueva y cínica certeza.

A los 15 me temblaba el pulso cuando él se acercaba. Se me erizaba la piel cuando él se acercaba. Lo esperaba. Lo deseaba. Lo obtenía y lo volvía a perder. Pero cada vez que su boca aparecía en escena, mi corazón escalaba por mi tráquea y rogaba que lo dejara saltar fuera de mí. Se me iba del cuerpo, a los brincos.

A los 15, olvidaba cómo hablar cuando él me miraba. ¡Yo! Tan elocuente. Las palabras huían de mis labios y se burlaban de mí. ¡Tonta, hablá! ¡Decí algo! ¡No, esa estupidez no! ¡Algo importante! No. No había caso. No hilaba frase con sentido alguno.

Él aparecía y el mundo se detenía. Todo lo que podía oír era el sonido de su voz. Y un vacío, un silencio enorme, ensordecedor, latiendo en cada partícula de mi estremecida pequeñez.

A los 15, era una nena. Era normal, era lógico, ¡Era inocente! Era feliz. Era feliz cuando no sabía que decir, cuando los torpes movimientos me develaban como una niña deslumbrada.
¡Tonta!, pero feliz. Con tan poco.

Hacía 10 años que no temblaba de ese modo, con tanta sencillez. Con tanta estupidez.
¡Quién hubiera pensado que la regresión sería tan dulce! Tan dulcemente agónica.

La muralla está ahí delante, puedo verla, esperando paciente para desparramarse encima de mi cuerpo, una vez más. La estupidez vuelve. La inocencia, no.

¿La inocencia no?

“Cerrá los ojos, dejate caer, algún día niña, algún día alguien va a estar esperando detrás”.

Quizá la inocencia también encuentre un camino. ¿Qué es sino, la esperanza?
Además de, claro, una dulcemente agónica estupidez.

lunes, 26 de abril de 2010

Inacción, elección.

Sin levantar la mirada del cuaderno en el que estaba escribiendo, le dijo suavemente: “Es que no entiendo a la gente que pasa por la vida sin causar efecto alguno a su alrededor. Se miran, se pasan por los costados, inmersos en sus propias impresiones, en sus propios egos, y se olvidan de afectarse entre unos y otros. Parecen fantasmas acomplejados.”

Él la observaba en silencio, parado contra el marco de la puerta de entrada. No terminaba de entrar, ni de salir.

“No hay cosa que soporte menos que la indiferencia”, dijo, dejando el cuaderno de lado y lanzándole una mirada despechada. “No puedo, ¡No quiero!, sólo respirar y acoplarme al viento. ¿Cómo podés vivir sabiendo que tu inacción provoca la falencia de tus necesidades más básicas? Esto es como el hambre, ¿Sabés? Cuando tenés hambre, buscás alimento. ¿Por qué, entonces, si deseás decir algo, no lo decís? ¿Vergüenza? ¿Decoro? ¿Alguna imposición moral? ¿Qué? ¿Qué es eso que te impide ir en busca de lo que deseás? No lo entiendo. Es como el hambre, y vas a morir de inanición, teniendo un plato de manjares al alcance de tu mano. Sólo tenés que ponerte en movimiento. ¿Qué esperás? ¿Qué? ¿Qué fluya qué?”, continuó, zarandeando la lapicera de aquí para allá. “Vos sos como ellos. Te vas a morir de hambre.”

Sus ojos vidriados la miraban y sus labios no se movían. Ella suspiró.

“No te preocupes. Andá. Entiendo que soy yo quien elige esto. Pude haber pasado de largo. Pero elegí no hacerlo. Elegí detenerme unos minutos frente a vos, frente a tu vida, a tu existencia y decirte: vos también podés elegir. Y claramente, tu elección no tiene por qué ser igual que la mía. Andá. No te preocupes.”

Él, no se movió.

Ella, agarró nuevamente la lapicera y asentó en una hoja en blanco: “Algún día, decidiremos no pasarnos de largo. Algún día, elegiremos darnos, en lugar de reposar contra el marco de una puerta. Ese día, quizá logremos cambiar el mundo.”

Contra toda predicción racional, la esperanza se hacía carne en sus pensamientos, mientras esperaba que él, una vez más, se marchara sin decir nada.

domingo, 21 de febrero de 2010

Catorce de Febrero

Si hubiese despertado a tu lado esta mañana, te habría hecho el amor apenas al alba, acompasando el amanecer con el canto de la dulce Calandria que naciera desde afuera, fusionándose con los aún persistentes grillos. Te habría hecho el amor sin encender la luz, sin más brillo que aquel que se colara por las hendijas de la persiana anunciando que despunta el día poco a poco. Habría comenzado por besarte tibiamente los párpados, las pestañas, el marco de los soles que alumbraran todos mis pasos, hasta despertarte, no sin procurarte sentir mis manos bajando por tu torso hasta el paraíso. Me habrías recordado susurrando suavemente y entre bostezos que la aurora no es tu hora más voluptuosa y te habría respondido que aún no despuntaría el día, que la luna continuaría su vigilia para el goce de los amantes, o bien que estabas soñando y debías abandonarte al placer olvidando las leyes naturales del mundo consciente. Habría besado por completo la extensión de tu cuerpo, hasta llegar a tu alma, dulce, suave y húmedamente. Te habría recordado al oído cuánto amo despertar a tu lado, cuánto amo la perfecta forma en que encajan nuestros cuerpos al dormir entrelazados, cuánto amo el sabor de tus labios, cuánto te amo a ti. Así habría comenzado el día, amándote toda la piel, obsequiándote toda mi entrega, para luego mirarte, extasiado reposar a mi lado, para observarte rindiéndote nuevamente al sueño, relajando cada músculo, cada pensamiento y sencillamente dejándote envolver por una inmensa paz. Habría permanecido así, acostada a tu lado durante algunos minutos, deseando que ese estado de gracia se quedara contigo para siempre, que el cansancio provocado por la intensidad de las pasiones fuese el único que pudieses sentir, y que ya nada lograra dañarte, que mi amor curara tus heridas y te protegiera de venideras decepciones, como un velo de calor y certeza, que te infundiera de coraje y templanza para enfrentar cada día un nuevo desafío con alegría y ya nunca más con angustia, fortaleciendo tu nobleza y alimentando tu espíritu hasta elevarlo más allá de las nubes.
Luego habría escapado sigilosamente hasta la cocina, para comenzar a preparar un desayuno que contuviese sólo tus alimentos predilectos: mate amargo, desde ya, el jugo exprimido de frescas naranjas, cereales y trocitos de banana embebidos con leche, las tostadas de pan francés cortadas en rodajas que tanto te gustan, queso crema, dulce de frutillas, todo inmaculadamente servido en una bandeja cubierta por desmenuzadas hojas de eucalipto. Con el sol nacido ya, habría dejado entrar su calor en nuestra habitación, y luego habría encendido la radio, para acomodarme a tu lado y desayunar en el lecho, entre desperezos, canciones, planes y sonrisas cómplices. Habríamos conversado entre mate y mate, entre beso y beso, acerca de nuestros proyectos, acerca de algún sitio emocionante por conocer, algún recuerdo de épocas pasadas, alguna aventura nueva por compartir, y quizá algún debate existencial de domingo, tan propio de nosotros. Habríamos reído, inventando alguna historia por escribir, develándonos nuevos descubrimientos, nuevos deseos, nuevas esperanzas. Nos habríamos mirado sostenidamente a los ojos, sorprendidos de amarnos tanto, complacidos de amarnos tanto, de ser guardianes de todos nuestros secretos, de poseer nuestro distintivo lenguaje silencioso, de nuestra mutua comprensión más allá de las palabras. Y luego nos habríamos dado un baño, juntos, conjugando dentro de la ducha nuestras voces en una simbiosis de aullidos estridentes, risotadas y desafino coral, en un intento hilarante de cantar a dúo las canciones que provinieran de los parlantes de la radio. Empresa que interrumpiríamos sólo para retozar como púberes bajo el agua.
Al salir del baño, habría descubierto una sorpresa que hubiera tenido preparada desde el día anterior: un libro titulado “Las contingencias de la economía de un sheriff en el lejano oeste”, escrito por Rahim Mazjad, un gurú centroamericano con ascendencia Hindú. Cuidadosamente envuelto, te lo hubiese entregado exaltada y entusiastamente, logrando hacerte creer que había encontrado el regalo perfecto para ti y que no podría esperar un segundo más a que lo vieras. Hubieras puesto un gesto digno de una película de terror al leer el título, incrédulo de tan mala elección, sabiéndome sumamente detallista a la hora de elegir un regalo, y habrías intentado sonreír, disimulando el desagrado. Juguetona, te hubiese pedido que le dieras una oportunidad, que lo hojearas y al abrirlo habrías encontrado un hueco enorme en medio de las páginas, en lugar de una horrorosa historia. Un hueco, que en su interior, contuviera un sobre. Un sobre, que en su interior guardara dos pasajes y una fotografía. Dos pasajes, con destino a San Martín de los Andes, sin duda uno de nuestros rincones favoritos en el planeta. Una fotografía, con la imagen de una pequeña pero acogedora cabaña de madera, con una humeante chimenea y el lago de fondo. “Será el próximo fin de semana”, habría dicho, encantada. Satisfecha de encontrar un brillo rebosante de júbilo en tu mirada. Me habrías abrazado con premura, repitiendo una y otra vez que no habría podido escoger un mejor lugar y habrías comenzado de inmediato a elaborar los planes, qué haríamos, dónde iríamos, cuánto lo disfrutaríamos. A mi me habría alcanzado tan sólo con verte sonreír y cobijar tu alegría en algún cofre, junto con mis más tiernos recuerdos, de haber sido tal cosa remotamente posible.
Luego, hubiésemos convenido en salir a pasear en bicicleta, sin rumbo fijo, siguiéndonos por turnos mutuamente: entre los dos, habríamos de marcar el camino, y esa hubiera sido la única consigna. Desde luego, nos habrían de acompañar el mate y las cámaras, para deleite del paladar y del descubrimiento estético de nuestro recorrido aún incierto. Habríamos paseado incansablemente durante unas dos horas, deteniéndonos sólo para tomar fotografías y besarnos, hasta llegar a una pintoresca plaza en San Telmo. Allí habríamos atado las bicicletas, y hubiésemos emprendido la caminata por las hermosas calles de ese barrio, tomados de la mano y mostrándonos mutuamente las bellezas urbanas que nos provocaran admiración, como si fuese la primera vez que las viéramos, conversando acerca de los diseños de las casas, de los carteles, de los faroles, y perpetuándoles en el tiempo a través de nuestras lentes. Nos habríamos detenido en un pequeño y colorido bistró frente a la plaza, para almorzar en una de las diminutas mesitas recicladas que ostentara cual obra de arte en su exterior, dispuestos a oír las risas de los niños que jugaran en el sube-y-baja al otro lado de la calle. Habríamos imaginado a nuestros hijos jugando, riendo, saltando por doquier. Les habríamos inventado fantásticas personalidades, bellísimos rasgos, nobles caracteres, mientras nos hurtáramos descaradamente la comida el uno al otro, divertidos.
A continuación del almuerzo, habríamos cruzado la calle hasta llegar a la plaza, magnetizados por la tremenda energía que fluyera de ella, con ninguna otra intención más que la de hamacarnos suavemente y besarnos un poco más, observando de tanto en tanto a los transeúntes y esbozando comprensiones infundamentadas acerca de sus fugaces comportamientos, fugaces ante nuestras miradas, claro. Nuestros dedos hubiesen continuado entrelazados durante la comedia, acariciándose unos a otros intermitentemente, haciéndose saber que estaban allí, unidos, aunque transcurrieran los minutos. Un dedo mío le habría hecho saber a uno tuyo, que de no ser por la ubicación geográfica, todo el resto de mi ser estaría haciéndole tiernamente el amor a todo el resto de tu ser en ese preciso instante. Tu dedo habría respondido: “Sin dudarlo siquiera un segundo”. Así, apagando risas y delirios, se habrían amado en orgiástico compás, friccionándose, masajeándose hasta acabar inseparablemente entretejidos. Nosotros, sentados en las hamacas, meciéndonos simétricamente, observando a los niños jugar sin descanso, y casi sin percatarnos de las oscuras nubes que se amontonaran a hurtadillas por encima nuestro, deseosas de caer gota a gota sobre nuestra piel, habríamos permanecido en silencio, respirando a través del tacto palma a palma. Se habría desatado una tormenta, intempestiva, provocando el grito unísono y compungido de las criaturas suplicantes por ponerse a cubierto, y nosotros habríamos permanecido besándonos bajo el aguacero de verano, insensatos y a gusto. Me habrías cubierto con tus brazos, intentando impunemente unir mis latidos a tu pecho, excusándote en la escasa protección que me brindaran contra un resfriado, sin abandonar la calidez de nuestros labios fundidos entre sí en una combustión que se propagase con vehemencia hasta convertirse en una implosión intolerable para los sentidos. En ese instante, te habría propuesto dejar a la buena suerte las bicicletas, y refugiarnos en algún cuarto de hotel desvencijado de la zona, dónde pudiéramos saborear el sonido del chispeo de las gotas en el techo mientras tuviéramos venia para continuar reclamando nuestras bocas. Desde luego, habrías accedido y hubiésemos emprendido la búsqueda de inmediato, sorteando charcos y huyendo, tomados de la mano bajo el manto de agua. Habríamos encontrado a unos pocos metros un hotelucho no demasiado luminoso, no demasiado grande, no demasiado nuevo. Sin dudarlo, hubiéramos entrado. Habría insistido en tomar una habitación pequeña, la más pequeña que tuvieran disponible, que contara tan sólo con la comodidad de una cama y quizá una pequeña lámpara. Sólo eso, el mundo entre cuatro paredes y sobre un camastro maltrecho, olvidado, iluminado únicamente por una mortecina luz amarillenta. En una de las paredes, un cuadro de autor desconocido, casi tan desvencijado como la cama, pero de tonos intensos, vivaces rojos, acompañaría lo que ante mis ojos habría de ser el perfecto ambiente para desnudarte. Hubieras tomado mi mano al entrar, cautivado por las gotas que se aventuraran sobre mis hombros, aún empapados y cubiertos por completo por mi larga cabellera mojada. Allí, habrías tomado por completo el control, suavemente in crescendo hasta alcanzar el desquicio absoluto, la rendición de tus instintos epicúreos al ardor del goce, provocando nuevamente, como tantas otras veces, un terremoto en mi pecho, un frenético galope de células en mi torrente sanguíneo, una convulsión, un espasmo y la gloria. ¡La gloria! La vida, el arte, el amor. Todo lo que tuviera sentido en el mundo se hubiese ahogado en una vibración inextinguible, atemporal, latente, necesaria y vital. Luego nos habríamos adormecido, húmedos y adheridos, desvanecidos el uno dentro del otro, en ese ínfimo espacio escasamente iluminado, por un largo rato, escuchando el sonido de las gotas de lluvia colisionando, suicidándose contra la ventana una tras otra.
Al cabo de unas horas, y una vez acabada la tormenta, habríamos regresado por las bicicletas y tomado el camino más largo de regreso a casa, tan sólo con la finalidad de desviarnos levemente para aprovechar la visión del fenomenal arcoíris que adornara el cielo de la tarde. Nos hubiéramos detenido en una feria artesanal, por el mero placer de curiosear y comprar algunos sahumerios, mientras observáramos a los artistas plásticos que coronan las esquinas rodeados de gente asombrada, desplegar su magia, desnudando su talento por algunas monedas. Habría apretado tu mano, haciéndote saber acerca de mis pensamientos sobre el futuro, en el sueño que algún día concretaría, en la galería que algún día daría lugar y cobijo a todos ellos, en los proyectos comunitarios que llevaríamos a cabo, en el centro cultural y en la librería. Mi mente habría volado por algún pasadizo transdimensional, viéndolo todo suceder. Habría suspirado, y tu mano se hubiese vuelto más sólida, más fuerte y tu tierna sonrisa me habría infundido el corazón de fe y de confianza. Habría vuelto a recordarte, con la mirada, que te amo.
Al atardecer, un manto anaranjado de nubes y un imponente ocaso nos hubieran acompañado hasta nuestro hogar. Habríamos estado conversando durante todo el regreso, rebotando de un tópico a otro: moretones y cicatrices adquiridos en la infancia, aquel cachorro que se me había perdido de niña a causa de la negligencia del paseador, el conejo que habíamos traído de la última estancia en la que hubiéramos pasado unos días y la cantidad innombrable de comida que consumía, el obsequio ideal para darle a tu sobrino en su cumpleaños, la veracidad de los dogmas zodiacales, aquella ex­-novia tuya de tauro que decidió fugarse con un profesor de la universidad, el divorcio – y la ex-esposa - que estaba dejando en bancarrota a mi primo hermano, la cuota del préstamo para ampliar la casa que debíamos pagar esa semana, la inutilidad del gasista que habíamos contratado, la desigualdad de oportunidades que asediaba al país, la decadencia de la educación, y el best-seller del mes, que era, posiblemente, el libro de autoayuda peor escrito en la historia de la humanidad. Aún así, habríamos arribado a la puerta de entrada de la casa, con dolor de estómago de tanto reír.
Una vez en casa, me habría duchado velozmente y al salir del baño, te hubiera develado que cenaríamos afuera, que habría dispuesto algo especial para esa noche. Algo especial e inolvidable. Te hubiera pedido que te engalanaras, aún más de lo natural, y hubiera hecho lo propio. Habrías accedido, electrizado por la idea de descubrir mis planes para la velada, y habrías entrado a darte un baño, barajando en tu mente los posibles destinos a los cuales sería factible que te llevara. Al salir, con el torso desnudo y la toalla amarrada a la cintura, te habría conducido al living, y te habría sentado en el sofá. Estupefacto, hubieras admirado el espectáculo que tomara lugar frente a tus ojos. Las luces habrían estado apagadas y esparcidas a lo largo y ancho del living, nos hubieran iluminado sólo unas velas. Habrías podido aspirar el aroma de la Mirra naciendo desde la punta de dos sahumerios encendidos, hubieses podido reconocer la voz de la primera dama francesa cantándote suavemente desde el estéreo, y hubieras sentido el despertar de tu hombría con sólo imaginar lo que vendría aparejado de semejante escenario. Atrayendo hacia mí una silla, y frente a ti, pausadamente me habría ido quitando la ropa. Primero la blusa, botón a botón, jugando con los dedos entre ellos, dedicándote alguna juguetona mirada, alguna diabólica sonrisa, descubriendo poco a poco toda la piel. Luego la falda, dándote la espalda, hasta quedar cubierta tan sólo por un fino hilo de satén sosteniendo el oasis entre mis piernas. Oasis que habría quedado plenamente a la vista al abrir mis piernas de lado a lado para sentarme sobre la silla, mirándote desafiante, mientras lo descubriera corriendo el velo que lo tapara, para comenzar a acariciarlo con mis dedos. Habría comenzado a contarte acerca de aquella vez en la que fueron las manos de tu amiga Tatiana las que humedecieron mi matriz y toda su extensión, rozando y presionando alternadamente cada centímetro hasta lograr hacerme enloquecer de deseo. Susurrando, te habría detallado el sabor de sus juveniles senos, la forma exacta de su dulce y firme busto. Enardecido, te habrías puesto de pie, dejando caer la toalla y develando tu exaltación, acercándote hasta mi boca con ella. Sencillamente, habrías perdido la razón al derramar tus humores dentro de las compuertas que formaran mis labios alrededor de tu explosiva virilidad, alimentándome con la expiación de tu lascivia, estrangulando mis cabellos entre tus dedos, soltando un bramido estridente que habría de coronar la contracción. Exhausto, te habrías recostado en el sofá mientras yo me volviera a vestir. Te habría besado la frente, y te habría anunciado que ya era hora de partir hacia el restaurant, que debíamos irnos si deseábamos llegar a tiempo para la reserva. Luego de descansar unos minutos del arrebato, te habrías vestido y hubiéramos ido a cenar, víctimas de un hambre voraz. Quizá producto del agotamiento físico del día, me habrías permitido conducir el auto hasta su destino y hubiésemos disfrutado del camino en silencio, escuchando una melódica fusión de música árabe electrónica, y dejándonos abrazar por la corriente de aire que corría luego de la lluvia de la tarde, adornando con su frescura la estrellada y despejada noche.
Al llegar, te hubieras dado cuenta de que el lugar dónde cenaríamos no era otro más que aquel restó donde nos besáramos por primera vez. Lejos de ser un lujoso restaurant, el lugar se destacaba simplemente por su octogonal estructura de madera añeja, su cálida decoración con velas en cada mesa, un impecable acompañamiento musical, y una fascinante vista al Río de la Plata, admirable desde su terraza. Habrías preguntado a una de las camareras, al entrar, si podían acomodarnos en alguna de las mesas de la terraza, y te habrían respondido que no era posible. Lamentablemente, alguien habría reservado todo el sector, y no les tenían permitido dejar pasar a nadie más. Ofuscado, me habrías indicado sentarnos en alguna mesa de lado a las ventanas, para poder aunque sea disfrutar de un poco de la hermosa vista, pero te habría negado ese privilegio, haciéndote saber en ese momento, que la reserva de la terraza era la nuestra.
Apenas haberle indicado a la mesera tu nombre, nos habrían conducido hacia la parte de arriba del geométrico lugar, donde estarían esperándonos, bajo una resplandeciente luna creciente, nuestra mesa, una canasta de día de campo y una botella de Merlot. Desconcertado, habrías hurgado dentro de la canasta, para descubrir que la cena, a pesar de todo, era casera. Habrías tomado asiento en uno de los lados de la mesa, paseando la mirada embelesado, contemplando cada rincón como si se tratara de un espejismo, mientras yo hubiera servido la cena. Hipnotizado, me habrías observado detalladamente mientras lo hiciese, escudriñando el delicado movimiento de mis manos, el ceñido vestido que ornamentara mis curvas en un vaivén ondulado entre cadera, vientre y pechos, que permitiera apreciar y avizorar un nirvana por debajo del escote de seda color carmín, dejando mis hombros a la intemperie, desamparados de abrigo, iluminados por la noche. Te habrías puesto de pie, y posicionado por detrás de mí, estrechando tu cuerpo contra el mío mientras me enlazaras por la cintura con tu abrazo. Nos hubiésemos perdido entre las estrellas, encandilados por el inmenso brillo de la luna sobre nosotros, y así, enredados, habríamos bailado sutilmente al compás de nuestras pulsaciones. Descansando la cabeza sobre tu hombro, te habría murmurado al oído, tiernamente: “feliz día de los enamorados”. Divertido, me hubieses respondido que la fecha no era 14 de febrero, sino 27 de diciembre. “Lo sé”, te hubiera dicho, “pero, desde que te conocí, todos los días son 14 de febrero para mí”. Y fundidos en un beso a la luz de los astros, nos habríamos perpetuado en el infinito del tiempo, como dos etéreos amantes.

Sin embargo, para mi colosal desconsuelo, el hombre al lado de quien desperté esta mañana, no eras tú.