martes, 25 de mayo de 2010

Dulcemente agónica estupidez

A los 15 años, con todo por vivir aún, la inocencia retozaba feliz en mi garganta, cada vez que cantaba. Cantaba y lo veía, lo veía y cantaba. Cantaba porque lo veía, y retozaba. Feliz, tonta, inocente.

¡Cuántas paredes tenía por delante que iban a dilapidar la alegría tras algún desengaño!

Llamo desengaño, no a la traición, ni a la mentira. El desengaño, según lo entiendo, es ni más ni menos, que sacudirnos un engaño. En el caso de una niña fantasiosa, un engaño decididamente auto-infligido. Y sacudirse una fantasía, es como sacudirse el polvo después de que una muralla se nos vino encima. Hay que levantar escombros, empujar cascotes de piedra dura –que no nos mató de casualidad- y sacudirse el polvo. Acomodarse el pelo, levantar la frente y arremangarse para recoger cuánto pedazo quede de nuestro antiguo ser, para reconstruirlo, con una ilusión menos en la mochila, con una nueva y cínica certeza.

A los 15 me temblaba el pulso cuando él se acercaba. Se me erizaba la piel cuando él se acercaba. Lo esperaba. Lo deseaba. Lo obtenía y lo volvía a perder. Pero cada vez que su boca aparecía en escena, mi corazón escalaba por mi tráquea y rogaba que lo dejara saltar fuera de mí. Se me iba del cuerpo, a los brincos.

A los 15, olvidaba cómo hablar cuando él me miraba. ¡Yo! Tan elocuente. Las palabras huían de mis labios y se burlaban de mí. ¡Tonta, hablá! ¡Decí algo! ¡No, esa estupidez no! ¡Algo importante! No. No había caso. No hilaba frase con sentido alguno.

Él aparecía y el mundo se detenía. Todo lo que podía oír era el sonido de su voz. Y un vacío, un silencio enorme, ensordecedor, latiendo en cada partícula de mi estremecida pequeñez.

A los 15, era una nena. Era normal, era lógico, ¡Era inocente! Era feliz. Era feliz cuando no sabía que decir, cuando los torpes movimientos me develaban como una niña deslumbrada.
¡Tonta!, pero feliz. Con tan poco.

Hacía 10 años que no temblaba de ese modo, con tanta sencillez. Con tanta estupidez.
¡Quién hubiera pensado que la regresión sería tan dulce! Tan dulcemente agónica.

La muralla está ahí delante, puedo verla, esperando paciente para desparramarse encima de mi cuerpo, una vez más. La estupidez vuelve. La inocencia, no.

¿La inocencia no?

“Cerrá los ojos, dejate caer, algún día niña, algún día alguien va a estar esperando detrás”.

Quizá la inocencia también encuentre un camino. ¿Qué es sino, la esperanza?
Además de, claro, una dulcemente agónica estupidez.

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