viernes, 20 de febrero de 2009

ETERNOS

Bajo las estrellas, no podría haber sido jamás de otro modo. De esa manera se habían conocido, bajo la eterna y relampagueante luminosidad de la noche más estrellada de verano, que fundía el calor de los cuerpos con una agobiante humedad y la frescura de la juventud que ambos aún poseían, radiantes como los astros, eternos como el universo que los rodeaban, brillaban.
Ella titilaba a lo lejos, cruzaba la calle meneando la falda que traía puesta, cual campana de monasterio, el pelo lacio largo y dorado, y una blusa ajustada, levemente traslucida que permitía con algo de esfuerzo, admirar sus más delicados atributos. El la observaba del otro lado, sonriente, perplejo, mientras la esperaba. La había esperado desde hacía siglos, y finalmente allí estaba, tan perfecta como lo había presentido en sus sueños. Se preguntaba si tendría demasiado perfume puesto, y si la corbata combinaría con sus zapatos, tal y como se lo habría recomendado su madre alguna vez antes de una entrevista importante de trabajo. Sus miradas se entrelazaron y en un instante, estuvieron solos en el planeta, el tiempo pareció detenerse y la multitud nocturna que ronda por Buenos Aires acalló todos sus murmullos, sólo para que ellos pudieran encontrarse en esa mirada, reconocerse de entre miles, saberse únicos, entender finalizada una, hasta ahora, incesante búsqueda. Fueron dos entre millones, y fueron solo dos, solamente dos en el mundo. Sólo un segundo bastó, para que ambos se supieran. El resto, fue protocolo, cortesía, tradición, necesaria, si, pero redundante. La cotidianidad vulgarizaba los sentidos, pero los sentidos le regalaban cuerpo y color a la cotidianidad.
Transcurrieron noches completas en vela, siempre con las estrellas a su lado, o por encima de ellos, estuvieran donde estuviesen. Noches en cuartos encerrados, enamorándose de sus mutuas y reconfortantes caricias, perdiéndose mutuamente en sus frenéticos deseos de completarse el uno al otro, olvidándose de los minutos moribundos en el intento de detener el tiempo, de clausurar las puertas, en el permiso de la irresponsabilidad juvenil que da su visto bueno a interminables sesiones afrodisíacas perpetuadas en la negrura nocturna. Amando cada roce, cada aliento, cada gemido, cada pequeña muerte compartida, conociendo el éxtasis más pleno del hervor sanguíneo, desde lo intangible hasta lo corpóreo, desde lo vago hasta el detalle, desde la dulzura hasta lo brutal, desde el cielo hasta el infierno. Juntos lo recorrieron todo, lo exploraron todo, lo alcanzaron todo. Se vivieron, se respiraron, se sofocaron y se resucitaron infinita cantidad de veces en cuestión de horas, durante muchas noches, muchas semanas, y algunos meses.
Pero deseos concretados dan lugar a nuevos deseos, más inalcanzables aún que los primeros, que conocieron su tumba en los brazos de otros amantes, menos fervientes, menos sensibles, y tanto más ciegos, ya que todo lo que mucho alumbra, siempre encandila la vista promedio.
En la misma oscuridad estrellada, y con más pena que gloria, dividieron sus caminos, paralelos hasta el momento, para sembrar su luminosidad en dos mundos opuestos.
Siempre serán complementos, aunque nunca más vuelvan a cruzarse. Siempre serán únicos. Siempre tendrán ese instante, en donde el mundo se detuvo sólo para que ellos se vieran.