domingo, 30 de agosto de 2009

DOS

Eran dos. Dos conciencias, dos destinos, dos flujos constantes y mortíferos. Dos seres atrapados para siempre el uno con el otro en una misma carne, una sola alma y diez mil caras, más otras diez mil caretas. Ahuyentábanse mutuamente, se repelían y luchaban entre las sombras de una sonrisa desdibujada y un anhelo de felicidad herido, quebrado.
Para uno, la plenitud era el sexo y el peligro. La noche completa lo enfurecía y excitaba, los ojos desorbitados, el escozor de los capullos que bebía y de su miembro endureciéndose más y más con cada sorbo que tomaba de sangre. Cazaba, se alimentaba, eyaculaba y se dormía. No buscaba más que morir, mas no lograba conquistar a la maldita parca y sentíase más vivo que nunca cuando encontraba una nueva víctima y volvía a comenzar su aguda danza. Estrellas colapsaban en su mente y cuerpo cada vez que esto sucedía, y en el devenir de los días, la danza concluía y volvía a comenzar, frenéticamente, a veces en horas, otras en días, otras en años. Pero siempre volvía, sin escapatoria, sin escrúpulos, sin piedad a arremeter su voluntad contra alguna desprevenida e inocente presa. Y siempre lo gozaba.
Para el otro, su némesis y más intrínseco compañero, la felicidad eran el amor y la belleza. El arte de una caricia, la más elevada de todas, un simple roce que inflara el pecho de vida y sacudiera el corazón con el más delicado tacto. Una palabra desbordante de poesía y darse, darse por completo, dar su energía, su calor, su abrazo, su protección. Cautivo de imágenes rebosantes de colores y formas, de pájaros en vuelo, de cuentos infantiles, de romances de cine francés. Dotado de una imaginación única, volátil, embrigábase en fantasías diurnas, se perdía en deseos de trascendencia y champagne. Aspiraba el aroma de las flores, del pasto, y el aroma de una mujer cual esencia de vida, cual oxígeno y se dejaba enamorar por el honor y el coraje de valientes mártires. Deseaba contenerlo todo, darlo todo, serlo todo y amarlo todo: deseaba ser un niño y deseaba ser un padre. Deseaba ser esposo, ser devoto, ser de alguien, pertenecerle y pertenecer. Ser un hombre, uno solo, que pudiese ser. Deseaba ser y deshacer. Deshacerse de sí mismo. Era el único deseo que compartían ambos, y ninguno lograba concretarlo. Coexistir era la única alternativa y era lo que los destruía.
Una mujer, los amó a ambos. Sólo ella pudo ser víctima de la noche y luz durante el día. Sólo ella soportaba sin morir sus arrebatos y lograba sonreír cual luminosa mañana de verano a la vez. Ella cautivaba a la bestia y la saciaba hasta agotarla, y ella misma alimentaba de sensaciones cada segundo de sus días y le besaba la frente, tiernamente. Sólo ella comprendía la euforia de su demencia y le daba forma a los colores. Sólo ella le entregaba sus entrañas para que las destruyera o hiciera de ellas calor de hogar. Sólo ella abría sus cuevas para que se adentrara y luego lo sacaba a ver el alba montado en un remolino de dulces miradas, y tomados de la mano, cantaban. Ella existió, y el flujo constante fue explosión. Los relámpagos hacían acrobacias en el cielo de la noche y del día, mezclándolos, uniéndolos y esculpiendo lo que sería el más grandioso de los seres. Era grandioso en sus ojos, fantástico, dios y demonio, en un extraordinario y único ser completamente fuera de este mundo. La unidad y la completud eran posibles tan sólo en su presencia. No había lucha y cada uno de ellos la amaba con demencia y cordura, todo a la vez. Era uno cuando eran dos.
Eran dos, hasta que fueron tres, y se unieron en el éxtasis del universo, siendo todo lo que se puede ser.

miércoles, 5 de agosto de 2009

LEE EL, LE A EL.

Cuando miran en sus ojos y logran ver la totalidad de las cosas,

Entre copa y copa la eternidad le acompaña, aunque no dure para siempre.

Cuando evocarle oprime los pulmones, las vértebras y las neuronas,

Una fotografía le zambulle en el pasado y le quiebra.

Cuando los dedos buscan en la almohada ya vacía, el calor de los cuerpos

La nada se llena de todo y las manos de recuerdos.

Cuando una sonrisa colada en un sueño, le despierta sigilosa

Y le abandona a la luz de un día nuevo, un día más, otro día.

Cuando late, cuando camina, cuando observa, cuando lee, cuando aprende,

Le extrañan, le piensan, le sienten.

Cuando aman su descendencia, su creación, su pensamiento, tanto o más,

Que el cuerpo, la sangre y el estigma, le endulzan, le acarician su verdad.

Cuando enseña, cuando ríe, cuando canta, cuando abraza, cuando gime,

Le miran desde una oscuridad impoluta, absurda, profunda.

Cuando su carne forma parte de la carne toda, cuando su alma desanda el camino,

Le protegen en el pensamiento, le envuelven en un nido de nubes.

Cuando se pierde, cuando pena, cuando divaga, cuando nace, cuando muere,

Le adentran en historias maravillosas, le plasman en una hoja en blanco.

Le aman en silencio.

Y le inmortalizan.