sábado, 28 de mayo de 2011
Diálogos crépusculares
martes, 25 de mayo de 2010
Los disfraces de Rigoberto
Rigoberto tiene el don del camuflaje. Sus disfraces son muchos y muy bonitos. Tiene uno de flautista encantador de ratitas que es una delicia, porque además, toca muy bien el instrumento. Todas las ratitas aman a Rigoberto, que juega con palabras al amor, y su flauta mágica las atrae. Las ratitas bailan a su alrededor, mostrando sus partes impúdicas, y son todas tan lindas, tan inocentes, tan puras. Rigoberto solemnemente les jura que es su música la mejor, la única, la más bella, y estudia sus movimientos, su danza y memoriza los tonos que provocan sus movimientos predilectos, para poder repetirlos en el futuro. Rigoberto cree que perfeccionando su técnica, podrá tener a cualquier ratita del mundo, y cuando lo haga, conseguirá la mejor de las ratitas y así será feliz. Las ratitas lo idolatran, y él va desechándolas una tras otra. Resulta que ninguna ratita entiende del todo el sonido, sólo lo siguen y bailan, embelezadas, pero no comprenden. Y él desea comprensión, las ratitas, pues, no son más que ratitas, no pueden, ni desean. Rigoberto se desmorona y acaba maldiciendo a todas las ratitas del universo.
Tiene otro disfraz, también muy bonito, de médico. Si vieran como cuelga el estetoscopio de su cuello y la naturalidad con la que empuña un escalpelo, es maravilloso. Rigoberto aconseja a sus pacientes y todas le llaman respetuosísimamente “Dr. Rigoberto”, con una admiración desmedida, a pesar de que muchas saben que sólo es un disfraz. Rigoberto parlotea dentro y fuera del consultorio con todo tipo de señoras con problemas de vesícula, y las señoras, que no están acostumbradas a un doctor tan buen mozo y atento, se inventan patologías nuevas sólo para volver a verlo. Las señoras le encantan a Rigoberto, porque se deshacen en elogios acerca de su talento, y cuando una señora que ya ha conocido cantidades inimaginables de doctores a lo largo de su vida, lo elogia, enaltece su vanidad, y la baba le cae en compota desde las comisuras de sus labios y se siente omnipotente. Rigoberto a veces sueña que opera, y moja la almohada y el resto de la cama. Otras veces sueña que una vesícula le explota en la cara y despierta pensando que es demasiado joven para andar remendando vesículas oxidadas. Cuando eso sucede, cancela todos los turnos y abandona a las señoras durante algunos meses, dejándolas sumidas en un completo desconsuelo. Una de ellas murió de tristeza. Rigoberto nunca lo supo, claro, porque para ese entonces estaba encantando ratitas, y ya no le importaban los elogios de las vesículas.
Rigoberto, tiene muchos disfraces y el don del camuflaje, sí. Pero no es capaz de usarlos todos al mismo tiempo. Si encanta ratitas, no tiene tiempo ni ganas de vesículas. Rigoberto es un desmemoriado, pero las señoras no. Cuando se calza un guante, alguna siempre le reprocha su abandono, y es ahí cuando Rigoberto comprende que jamás podrá satisfacer todas sus quiméricas ilusiones. Rigoberto se desmorona, nuevamente, porque un ser omnipotente, debería poderlo todo, y él no lo logra. “La definición de omnipotencia debe estar mal expresada”, piensa.
Lo verdaderamente prodigioso es cuando Rigoberto se pone anteojos con algo de aumento, camisa blanca, corbata ocre, pantalones a cuadros y un cardigan, y sosteniendo algunos libros va camino a la escuela. “¡Buenos días profesor Rigoberto!”, exclaman húmedas, sonrojadas y ansiosas, sus alumnas. Rigoberto por convicción enseña Clásicos de la Literatura Universal en un Colegio Cristiano de Señoritas. No se disfrazaría de maestro en otras condiciones, bajo ningún punto de vista. Si lo hiciese, no cabría lugar para desentrañar las patrañas religiosas que tanto aborrece y convertirse en el Salvador, en el nuevo Mesías del siglo veintiuno, quien trae el mensaje consigo: “¡Niñas, libérense, entréguense al éxtasis, ríndanse ante el placer de la piel, y adórenme a mí, su nuevo y único Maestro!”. Convencer de esto a cualquiera que ya lo concibiera, no implicaría un desafío, y como sabemos ya, Rigoberto tiene una debilidad por los desafíos; le permiten conquistar. Es por ello que sus alumnas predilectas son aquellas que oponen mayor resistencia a sus enseñanzas, que cuestionan, que razonan. Aún, tras un no demasiado extenuante intento, siempre logra su cometido. Rigoberto es adicto a este poder. Lo es desde que tiene uso de razón. Pero como en todas su demás facetas, Rigoberto se desmorona cuando sus discípulas se alzan con sus cadenas rotas en las manos y comprenden que han sido liberadas, y ya no le necesitan, pueden valerse por sí mismas. Es en ese exácto instante, cuando Rigoberto come su manzana, guarda la lapicera, obsequia sus libros y se va para el consultorio a buscar vesículas aún no exploradas, refunfuñando por lo bajo acerca de cómo ha malgastado su tiempo.
Rigoberto guarda sus disfraces en un placard enmohecido y corroído por el paso del tiempo. Hace tanto que los usa, a diario, que ya no recuerda cómo era ser simplemente Rigoberto. Es una verdadera pena, puesto que Rigoberto a secas, llora por las noches cuando nadie le ve, y cuando se suscita en su interior la convicción de que sin sus muchos ardides, ni las ratitas, ni las señoras con vesículas averiadas, ni las puritanas y reprimidas niñas lo adorarían. Rigoberto frota sus ojos porque le cuesta ver, entre sus muchas lágrimas y sus desorientados pensamientos nocturnos, que ni la idolatría de las ratitas, ni señoras con vesículas averiadas, ni puritanas y reprimidas niñas lograran satisfacerlo por completo jamás.
Quizá lo comprenda cuando descubra los muchos disfraces que tengo guardados en mi ropero. Quizá sea ese el momento en el que Rigoberto sepa que podría ser todo lo que quisiera ser, incluido Rigoberto a secas, y que ya no se desmoronaría nunca más.
Te veo, y no.
- incipiente y desafiante en medio de la noche -
desde la penumbra, con la mirada encendida,
te convoco amor.
A desterrar lo que sobra.
A anidar en mi cama.
A morder la demencia.
A perder el sentido.
Estás atrás, casi tanto que te veo, y no.
¿Cuándo fué la última vez que olvidaste tu nombre?
Dulcemente agónica estupidez
¡Cuántas paredes tenía por delante que iban a dilapidar la alegría tras algún desengaño!
Llamo desengaño, no a la traición, ni a la mentira. El desengaño, según lo entiendo, es ni más ni menos, que sacudirnos un engaño. En el caso de una niña fantasiosa, un engaño decididamente auto-infligido. Y sacudirse una fantasía, es como sacudirse el polvo después de que una muralla se nos vino encima. Hay que levantar escombros, empujar cascotes de piedra dura –que no nos mató de casualidad- y sacudirse el polvo. Acomodarse el pelo, levantar la frente y arremangarse para recoger cuánto pedazo quede de nuestro antiguo ser, para reconstruirlo, con una ilusión menos en la mochila, con una nueva y cínica certeza.
A los 15 me temblaba el pulso cuando él se acercaba. Se me erizaba la piel cuando él se acercaba. Lo esperaba. Lo deseaba. Lo obtenía y lo volvía a perder. Pero cada vez que su boca aparecía en escena, mi corazón escalaba por mi tráquea y rogaba que lo dejara saltar fuera de mí. Se me iba del cuerpo, a los brincos.
A los 15, olvidaba cómo hablar cuando él me miraba. ¡Yo! Tan elocuente. Las palabras huían de mis labios y se burlaban de mí. ¡Tonta, hablá! ¡Decí algo! ¡No, esa estupidez no! ¡Algo importante! No. No había caso. No hilaba frase con sentido alguno.
Él aparecía y el mundo se detenía. Todo lo que podía oír era el sonido de su voz. Y un vacío, un silencio enorme, ensordecedor, latiendo en cada partícula de mi estremecida pequeñez.
A los 15, era una nena. Era normal, era lógico, ¡Era inocente! Era feliz. Era feliz cuando no sabía que decir, cuando los torpes movimientos me develaban como una niña deslumbrada.
¡Tonta!, pero feliz. Con tan poco.
Hacía 10 años que no temblaba de ese modo, con tanta sencillez. Con tanta estupidez.
¡Quién hubiera pensado que la regresión sería tan dulce! Tan dulcemente agónica.
La muralla está ahí delante, puedo verla, esperando paciente para desparramarse encima de mi cuerpo, una vez más. La estupidez vuelve. La inocencia, no.
¿La inocencia no?
“Cerrá los ojos, dejate caer, algún día niña, algún día alguien va a estar esperando detrás”.
Quizá la inocencia también encuentre un camino. ¿Qué es sino, la esperanza?
Además de, claro, una dulcemente agónica estupidez.
lunes, 26 de abril de 2010
Inacción, elección.
Él la observaba en silencio, parado contra el marco de la puerta de entrada. No terminaba de entrar, ni de salir.
“No hay cosa que soporte menos que la indiferencia”, dijo, dejando el cuaderno de lado y lanzándole una mirada despechada. “No puedo, ¡No quiero!, sólo respirar y acoplarme al viento. ¿Cómo podés vivir sabiendo que tu inacción provoca la falencia de tus necesidades más básicas? Esto es como el hambre, ¿Sabés? Cuando tenés hambre, buscás alimento. ¿Por qué, entonces, si deseás decir algo, no lo decís? ¿Vergüenza? ¿Decoro? ¿Alguna imposición moral? ¿Qué? ¿Qué es eso que te impide ir en busca de lo que deseás? No lo entiendo. Es como el hambre, y vas a morir de inanición, teniendo un plato de manjares al alcance de tu mano. Sólo tenés que ponerte en movimiento. ¿Qué esperás? ¿Qué? ¿Qué fluya qué?”, continuó, zarandeando la lapicera de aquí para allá. “Vos sos como ellos. Te vas a morir de hambre.”
Sus ojos vidriados la miraban y sus labios no se movían. Ella suspiró.
“No te preocupes. Andá. Entiendo que soy yo quien elige esto. Pude haber pasado de largo. Pero elegí no hacerlo. Elegí detenerme unos minutos frente a vos, frente a tu vida, a tu existencia y decirte: vos también podés elegir. Y claramente, tu elección no tiene por qué ser igual que la mía. Andá. No te preocupes.”
Él, no se movió.
Ella, agarró nuevamente la lapicera y asentó en una hoja en blanco: “Algún día, decidiremos no pasarnos de largo. Algún día, elegiremos darnos, en lugar de reposar contra el marco de una puerta. Ese día, quizá logremos cambiar el mundo.”
Contra toda predicción racional, la esperanza se hacía carne en sus pensamientos, mientras esperaba que él, una vez más, se marchara sin decir nada.
domingo, 21 de febrero de 2010
Catorce de Febrero
Luego habría escapado sigilosamente hasta la cocina, para comenzar a preparar un desayuno que contuviese sólo tus alimentos predilectos: mate amargo, desde ya, el jugo exprimido de frescas naranjas, cereales y trocitos de banana embebidos con leche, las tostadas de pan francés cortadas en rodajas que tanto te gustan, queso crema, dulce de frutillas, todo inmaculadamente servido en una bandeja cubierta por desmenuzadas hojas de eucalipto. Con el sol nacido ya, habría dejado entrar su calor en nuestra habitación, y luego habría encendido la radio, para acomodarme a tu lado y desayunar en el lecho, entre desperezos, canciones, planes y sonrisas cómplices. Habríamos conversado entre mate y mate, entre beso y beso, acerca de nuestros proyectos, acerca de algún sitio emocionante por conocer, algún recuerdo de épocas pasadas, alguna aventura nueva por compartir, y quizá algún debate existencial de domingo, tan propio de nosotros. Habríamos reído, inventando alguna historia por escribir, develándonos nuevos descubrimientos, nuevos deseos, nuevas esperanzas. Nos habríamos mirado sostenidamente a los ojos, sorprendidos de amarnos tanto, complacidos de amarnos tanto, de ser guardianes de todos nuestros secretos, de poseer nuestro distintivo lenguaje silencioso, de nuestra mutua comprensión más allá de las palabras. Y luego nos habríamos dado un baño, juntos, conjugando dentro de la ducha nuestras voces en una simbiosis de aullidos estridentes, risotadas y desafino coral, en un intento hilarante de cantar a dúo las canciones que provinieran de los parlantes de la radio. Empresa que interrumpiríamos sólo para retozar como púberes bajo el agua.
Al salir del baño, habría descubierto una sorpresa que hubiera tenido preparada desde el día anterior: un libro titulado “Las contingencias de la economía de un sheriff en el lejano oeste”, escrito por Rahim Mazjad, un gurú centroamericano con ascendencia Hindú. Cuidadosamente envuelto, te lo hubiese entregado exaltada y entusiastamente, logrando hacerte creer que había encontrado el regalo perfecto para ti y que no podría esperar un segundo más a que lo vieras. Hubieras puesto un gesto digno de una película de terror al leer el título, incrédulo de tan mala elección, sabiéndome sumamente detallista a la hora de elegir un regalo, y habrías intentado sonreír, disimulando el desagrado. Juguetona, te hubiese pedido que le dieras una oportunidad, que lo hojearas y al abrirlo habrías encontrado un hueco enorme en medio de las páginas, en lugar de una horrorosa historia. Un hueco, que en su interior, contuviera un sobre. Un sobre, que en su interior guardara dos pasajes y una fotografía. Dos pasajes, con destino a San Martín de los Andes, sin duda uno de nuestros rincones favoritos en el planeta. Una fotografía, con la imagen de una pequeña pero acogedora cabaña de madera, con una humeante chimenea y el lago de fondo. “Será el próximo fin de semana”, habría dicho, encantada. Satisfecha de encontrar un brillo rebosante de júbilo en tu mirada. Me habrías abrazado con premura, repitiendo una y otra vez que no habría podido escoger un mejor lugar y habrías comenzado de inmediato a elaborar los planes, qué haríamos, dónde iríamos, cuánto lo disfrutaríamos. A mi me habría alcanzado tan sólo con verte sonreír y cobijar tu alegría en algún cofre, junto con mis más tiernos recuerdos, de haber sido tal cosa remotamente posible.
Luego, hubiésemos convenido en salir a pasear en bicicleta, sin rumbo fijo, siguiéndonos por turnos mutuamente: entre los dos, habríamos de marcar el camino, y esa hubiera sido la única consigna. Desde luego, nos habrían de acompañar el mate y las cámaras, para deleite del paladar y del descubrimiento estético de nuestro recorrido aún incierto. Habríamos paseado incansablemente durante unas dos horas, deteniéndonos sólo para tomar fotografías y besarnos, hasta llegar a una pintoresca plaza en San Telmo. Allí habríamos atado las bicicletas, y hubiésemos emprendido la caminata por las hermosas calles de ese barrio, tomados de la mano y mostrándonos mutuamente las bellezas urbanas que nos provocaran admiración, como si fuese la primera vez que las viéramos, conversando acerca de los diseños de las casas, de los carteles, de los faroles, y perpetuándoles en el tiempo a través de nuestras lentes. Nos habríamos detenido en un pequeño y colorido bistró frente a la plaza, para almorzar en una de las diminutas mesitas recicladas que ostentara cual obra de arte en su exterior, dispuestos a oír las risas de los niños que jugaran en el sube-y-baja al otro lado de la calle. Habríamos imaginado a nuestros hijos jugando, riendo, saltando por doquier. Les habríamos inventado fantásticas personalidades, bellísimos rasgos, nobles caracteres, mientras nos hurtáramos descaradamente la comida el uno al otro, divertidos.
A continuación del almuerzo, habríamos cruzado la calle hasta llegar a la plaza, magnetizados por la tremenda energía que fluyera de ella, con ninguna otra intención más que la de hamacarnos suavemente y besarnos un poco más, observando de tanto en tanto a los transeúntes y esbozando comprensiones infundamentadas acerca de sus fugaces comportamientos, fugaces ante nuestras miradas, claro. Nuestros dedos hubiesen continuado entrelazados durante la comedia, acariciándose unos a otros intermitentemente, haciéndose saber que estaban allí, unidos, aunque transcurrieran los minutos. Un dedo mío le habría hecho saber a uno tuyo, que de no ser por la ubicación geográfica, todo el resto de mi ser estaría haciéndole tiernamente el amor a todo el resto de tu ser en ese preciso instante. Tu dedo habría respondido: “Sin dudarlo siquiera un segundo”. Así, apagando risas y delirios, se habrían amado en orgiástico compás, friccionándose, masajeándose hasta acabar inseparablemente entretejidos. Nosotros, sentados en las hamacas, meciéndonos simétricamente, observando a los niños jugar sin descanso, y casi sin percatarnos de las oscuras nubes que se amontonaran a hurtadillas por encima nuestro, deseosas de caer gota a gota sobre nuestra piel, habríamos permanecido en silencio, respirando a través del tacto palma a palma. Se habría desatado una tormenta, intempestiva, provocando el grito unísono y compungido de las criaturas suplicantes por ponerse a cubierto, y nosotros habríamos permanecido besándonos bajo el aguacero de verano, insensatos y a gusto. Me habrías cubierto con tus brazos, intentando impunemente unir mis latidos a tu pecho, excusándote en la escasa protección que me brindaran contra un resfriado, sin abandonar la calidez de nuestros labios fundidos entre sí en una combustión que se propagase con vehemencia hasta convertirse en una implosión intolerable para los sentidos. En ese instante, te habría propuesto dejar a la buena suerte las bicicletas, y refugiarnos en algún cuarto de hotel desvencijado de la zona, dónde pudiéramos saborear el sonido del chispeo de las gotas en el techo mientras tuviéramos venia para continuar reclamando nuestras bocas. Desde luego, habrías accedido y hubiésemos emprendido la búsqueda de inmediato, sorteando charcos y huyendo, tomados de la mano bajo el manto de agua. Habríamos encontrado a unos pocos metros un hotelucho no demasiado luminoso, no demasiado grande, no demasiado nuevo. Sin dudarlo, hubiéramos entrado. Habría insistido en tomar una habitación pequeña, la más pequeña que tuvieran disponible, que contara tan sólo con la comodidad de una cama y quizá una pequeña lámpara. Sólo eso, el mundo entre cuatro paredes y sobre un camastro maltrecho, olvidado, iluminado únicamente por una mortecina luz amarillenta. En una de las paredes, un cuadro de autor desconocido, casi tan desvencijado como la cama, pero de tonos intensos, vivaces rojos, acompañaría lo que ante mis ojos habría de ser el perfecto ambiente para desnudarte. Hubieras tomado mi mano al entrar, cautivado por las gotas que se aventuraran sobre mis hombros, aún empapados y cubiertos por completo por mi larga cabellera mojada. Allí, habrías tomado por completo el control, suavemente in crescendo hasta alcanzar el desquicio absoluto, la rendición de tus instintos epicúreos al ardor del goce, provocando nuevamente, como tantas otras veces, un terremoto en mi pecho, un frenético galope de células en mi torrente sanguíneo, una convulsión, un espasmo y la gloria. ¡La gloria! La vida, el arte, el amor. Todo lo que tuviera sentido en el mundo se hubiese ahogado en una vibración inextinguible, atemporal, latente, necesaria y vital. Luego nos habríamos adormecido, húmedos y adheridos, desvanecidos el uno dentro del otro, en ese ínfimo espacio escasamente iluminado, por un largo rato, escuchando el sonido de las gotas de lluvia colisionando, suicidándose contra la ventana una tras otra.
Al cabo de unas horas, y una vez acabada la tormenta, habríamos regresado por las bicicletas y tomado el camino más largo de regreso a casa, tan sólo con la finalidad de desviarnos levemente para aprovechar la visión del fenomenal arcoíris que adornara el cielo de la tarde. Nos hubiéramos detenido en una feria artesanal, por el mero placer de curiosear y comprar algunos sahumerios, mientras observáramos a los artistas plásticos que coronan las esquinas rodeados de gente asombrada, desplegar su magia, desnudando su talento por algunas monedas. Habría apretado tu mano, haciéndote saber acerca de mis pensamientos sobre el futuro, en el sueño que algún día concretaría, en la galería que algún día daría lugar y cobijo a todos ellos, en los proyectos comunitarios que llevaríamos a cabo, en el centro cultural y en la librería. Mi mente habría volado por algún pasadizo transdimensional, viéndolo todo suceder. Habría suspirado, y tu mano se hubiese vuelto más sólida, más fuerte y tu tierna sonrisa me habría infundido el corazón de fe y de confianza. Habría vuelto a recordarte, con la mirada, que te amo.
Al atardecer, un manto anaranjado de nubes y un imponente ocaso nos hubieran acompañado hasta nuestro hogar. Habríamos estado conversando durante todo el regreso, rebotando de un tópico a otro: moretones y cicatrices adquiridos en la infancia, aquel cachorro que se me había perdido de niña a causa de la negligencia del paseador, el conejo que habíamos traído de la última estancia en la que hubiéramos pasado unos días y la cantidad innombrable de comida que consumía, el obsequio ideal para darle a tu sobrino en su cumpleaños, la veracidad de los dogmas zodiacales, aquella ex-novia tuya de tauro que decidió fugarse con un profesor de la universidad, el divorcio – y la ex-esposa - que estaba dejando en bancarrota a mi primo hermano, la cuota del préstamo para ampliar la casa que debíamos pagar esa semana, la inutilidad del gasista que habíamos contratado, la desigualdad de oportunidades que asediaba al país, la decadencia de la educación, y el best-seller del mes, que era, posiblemente, el libro de autoayuda peor escrito en la historia de la humanidad. Aún así, habríamos arribado a la puerta de entrada de la casa, con dolor de estómago de tanto reír.
Una vez en casa, me habría duchado velozmente y al salir del baño, te hubiera develado que cenaríamos afuera, que habría dispuesto algo especial para esa noche. Algo especial e inolvidable. Te hubiera pedido que te engalanaras, aún más de lo natural, y hubiera hecho lo propio. Habrías accedido, electrizado por la idea de descubrir mis planes para la velada, y habrías entrado a darte un baño, barajando en tu mente los posibles destinos a los cuales sería factible que te llevara. Al salir, con el torso desnudo y la toalla amarrada a la cintura, te habría conducido al living, y te habría sentado en el sofá. Estupefacto, hubieras admirado el espectáculo que tomara lugar frente a tus ojos. Las luces habrían estado apagadas y esparcidas a lo largo y ancho del living, nos hubieran iluminado sólo unas velas. Habrías podido aspirar el aroma de la Mirra naciendo desde la punta de dos sahumerios encendidos, hubieses podido reconocer la voz de la primera dama francesa cantándote suavemente desde el estéreo, y hubieras sentido el despertar de tu hombría con sólo imaginar lo que vendría aparejado de semejante escenario. Atrayendo hacia mí una silla, y frente a ti, pausadamente me habría ido quitando la ropa. Primero la blusa, botón a botón, jugando con los dedos entre ellos, dedicándote alguna juguetona mirada, alguna diabólica sonrisa, descubriendo poco a poco toda la piel. Luego la falda, dándote la espalda, hasta quedar cubierta tan sólo por un fino hilo de satén sosteniendo el oasis entre mis piernas. Oasis que habría quedado plenamente a la vista al abrir mis piernas de lado a lado para sentarme sobre la silla, mirándote desafiante, mientras lo descubriera corriendo el velo que lo tapara, para comenzar a acariciarlo con mis dedos. Habría comenzado a contarte acerca de aquella vez en la que fueron las manos de tu amiga Tatiana las que humedecieron mi matriz y toda su extensión, rozando y presionando alternadamente cada centímetro hasta lograr hacerme enloquecer de deseo. Susurrando, te habría detallado el sabor de sus juveniles senos, la forma exacta de su dulce y firme busto. Enardecido, te habrías puesto de pie, dejando caer la toalla y develando tu exaltación, acercándote hasta mi boca con ella. Sencillamente, habrías perdido la razón al derramar tus humores dentro de las compuertas que formaran mis labios alrededor de tu explosiva virilidad, alimentándome con la expiación de tu lascivia, estrangulando mis cabellos entre tus dedos, soltando un bramido estridente que habría de coronar la contracción. Exhausto, te habrías recostado en el sofá mientras yo me volviera a vestir. Te habría besado la frente, y te habría anunciado que ya era hora de partir hacia el restaurant, que debíamos irnos si deseábamos llegar a tiempo para la reserva. Luego de descansar unos minutos del arrebato, te habrías vestido y hubiéramos ido a cenar, víctimas de un hambre voraz. Quizá producto del agotamiento físico del día, me habrías permitido conducir el auto hasta su destino y hubiésemos disfrutado del camino en silencio, escuchando una melódica fusión de música árabe electrónica, y dejándonos abrazar por la corriente de aire que corría luego de la lluvia de la tarde, adornando con su frescura la estrellada y despejada noche.
Al llegar, te hubieras dado cuenta de que el lugar dónde cenaríamos no era otro más que aquel restó donde nos besáramos por primera vez. Lejos de ser un lujoso restaurant, el lugar se destacaba simplemente por su octogonal estructura de madera añeja, su cálida decoración con velas en cada mesa, un impecable acompañamiento musical, y una fascinante vista al Río de la Plata, admirable desde su terraza. Habrías preguntado a una de las camareras, al entrar, si podían acomodarnos en alguna de las mesas de la terraza, y te habrían respondido que no era posible. Lamentablemente, alguien habría reservado todo el sector, y no les tenían permitido dejar pasar a nadie más. Ofuscado, me habrías indicado sentarnos en alguna mesa de lado a las ventanas, para poder aunque sea disfrutar de un poco de la hermosa vista, pero te habría negado ese privilegio, haciéndote saber en ese momento, que la reserva de la terraza era la nuestra.
Apenas haberle indicado a la mesera tu nombre, nos habrían conducido hacia la parte de arriba del geométrico lugar, donde estarían esperándonos, bajo una resplandeciente luna creciente, nuestra mesa, una canasta de día de campo y una botella de Merlot. Desconcertado, habrías hurgado dentro de la canasta, para descubrir que la cena, a pesar de todo, era casera. Habrías tomado asiento en uno de los lados de la mesa, paseando la mirada embelesado, contemplando cada rincón como si se tratara de un espejismo, mientras yo hubiera servido la cena. Hipnotizado, me habrías observado detalladamente mientras lo hiciese, escudriñando el delicado movimiento de mis manos, el ceñido vestido que ornamentara mis curvas en un vaivén ondulado entre cadera, vientre y pechos, que permitiera apreciar y avizorar un nirvana por debajo del escote de seda color carmín, dejando mis hombros a la intemperie, desamparados de abrigo, iluminados por la noche. Te habrías puesto de pie, y posicionado por detrás de mí, estrechando tu cuerpo contra el mío mientras me enlazaras por la cintura con tu abrazo. Nos hubiésemos perdido entre las estrellas, encandilados por el inmenso brillo de la luna sobre nosotros, y así, enredados, habríamos bailado sutilmente al compás de nuestras pulsaciones. Descansando la cabeza sobre tu hombro, te habría murmurado al oído, tiernamente: “feliz día de los enamorados”. Divertido, me hubieses respondido que la fecha no era 14 de febrero, sino 27 de diciembre. “Lo sé”, te hubiera dicho, “pero, desde que te conocí, todos los días son 14 de febrero para mí”. Y fundidos en un beso a la luz de los astros, nos habríamos perpetuado en el infinito del tiempo, como dos etéreos amantes.
Sin embargo, para mi colosal desconsuelo, el hombre al lado de quien desperté esta mañana, no eras tú.
jueves, 31 de diciembre de 2009
Síntomas
miércoles, 30 de diciembre de 2009
Mugre
Caminé solo un par de cuadras hasta que me detuve frente a su puerta. Ahí, con el frío calándome hasta la médula ósea, me detuve y observé la puerta. Nunca antes había notado cuán desvencijada estaba. Roída y oxidada, brotaba de ella una sordidez angustiante. La puerta que separaba su cuerpo y el mío. La puerta que había sido testigo de miradas cómplices y ardientes despedidas. La puerta a la cual habíamos victimizado tantas veces arrojándola con furia contra el marco, con la esperanza de partirla en pedazos para darle mayor elocuencia a los “Andate a la mierda, forro!”. La puerta que se había cerrado tras de mi el día en que me marche por última vez. Y ahí estaba, autista, sin quitarle la vista de encima, frente a frente con ella nuevamente. Ahora era ella quien me protegía del dolor de ver del otro lado, y verlo con ella. Era su puerta la que me impedía cometer un acto sin duda falto de sentido, pero el cual me sentía tan compelida a realizar.
“Puerta de mierda”, pensé en voz alta.
Eran las cuatro de la mañana, y escaseaba la vida alrededor. Dentro de mí también escaseaba. Debo haber estado, por lo menos, 25 minutos mirando el picaporte. Cuánto moho, cuánta mugre. Qué sucia mujer se buscó, si es que se le puede llamar mujer.
¿Por qué vine a esta hora, a sabiendas de que no iba a llamar a la puerta siendo tan tarde? La cortesía es algo que no se pierde, y mucho menos cuando uno está esmerándose en ser cobarde.
Logré salir del estupor, de la mugre, de pensar en si la cantidad de podredumbre de la puerta sería directamente proporcional a la cantidad de sexo que tendrían, y emprendí, cabizbaja, la vuelta a mi departamento. Seguro cogían como conejos. Seguro habría dado buen empleo a todo lo que le enseñé. Seguro era una hija de puta y lo iba a dejar antes de que cantara un gallo. Seguía vacía, la calle y yo también. Seguro serían felices y la única damnificada era la puerta. La puerta, y yo, claro. Estúpida, no vuelvo más.
Bueno, quizá sólo mañana a la noche.
EL REY ASESINO
Tuvieran las intenciones que tuvieran, sus amantes se sucedían unos tras otros en un sádico efecto dominó, sin causar en ella absolutamente nada más que desdén hacia la raza humana y más específicamente, hacia el género masculino. Eran todas figuras de un mismo tablero, los mismos colores, los mismos movimientos, y jaque mate al descubrirlos, sin mayores reparos, cínica y soberbia, azotaba el ego del oponente desenmascarando su estrategia.
Finalmente, un Rey privado de séquito y táctica, y dotado de un solemne semblante, y delicados movimientos, se apareció a su puerta. Obnubilada por sus encantos, se repetía incesantemente que no debía quebrar su promesa, que debía permanecer atenta a cualquier movimiento en falso de su oponente, que en efecto, era digno de serlo.
Tanto o más observador, el Rey elegía cuidadosamente cada palabra, gesto y caricia. Asentía cuando correspondía y sorprendía cuando menos se lo esperaba. Magnificaba y realzaba átomo de aire que se ponía en contacto con su persona.
No tuvo más remedio, que bajar la guardia. No era una figura del mismo porte que las anteriores, era potencialmente quien daría batalla en la partida más importante de su vida.
Quebró su promesa y no tardó en caer bajo los efectos estupefacientes de su mirada, y el delirio de su imaginación. Olvidó promesas, pasado, nombres y apellidos, incluso el propio. Sólo se sabía completamente suya, se sabía encadenada y esclavizada de por vida a ese Rey que había ganado su vuelo, que había logrado volver a someterla a una ilusión. Se decía una y otra vez, que había sido tonta, había sido presumida y pesimista, que finalmente no eran todos impostores, que su Rey portaba una corona de oro y plata, que no cesaba de brillar, se la pusiera bajo la luz que se lo pusiera, salía airoso de todas las pruebas.
Un buen día, ya convencida de su acierto y casi habiendo recobrado sus sentidos, su vitalidad y la belleza en su mirada, la ternura en su voz y el arrebato en su abrazo, se entregó sin más al frenesí cadencioso de su pubis, y sintió colapsar el universo a su alrededor. Lo inesperado.
Caía la cristalería de los vajilleros, las paredes resquebrajaban su ladrillo y los cimientos de la construcción se venían sobre ella como rayos que bajan de las alturas, clavándose certeramente en su vientre, presionando con tanta vehemencia sus entrañas que le resultaba imposible, inercialmente, no dejar caer una lágrima por sobre sus mejillas.
Amaba su ilusión, pero jamás la habían tocado manos menos vivaces, menos sabias de caricias, que aquellas que poseía su Rey. Como en un acto reflejo, su admiración, desenfreno y pasión, el amor y la plena entrega se deshicieron en pedazos en cuestión de segundos. No toleraba la incongruencia entre sus sentires y los de su sexo. Y, buena mujer de principios, no concebía la idea de amar sin alimentar el frenesí de su sexualidad cual fiera voraz, era preferible darse placer propio y morir en la agonía impúdica de la masturbación.
Asi fue, como una fatídica noche, recostó su cabeza en su almohada cuasi vacía, resolvió no volver a entregarse jamás a esa ilusión, no brindarle a ningún indigno más su monte de Venus, tan venerado por ella e incomprendido por un millar de manos vacuas, no volver a intentar emular las alucinaciones propiciadas por la lujuria en su mente, que no existiría ya más que en su memoria, se propició una adecuada dosis de tibio placer, y murió mientras dormía, aferrada a su desazón, a sus recuerdos, y al dulce éxtasis de su entrepierna.
martes, 22 de diciembre de 2009
21 de Diciembre de 2009
No pasó mucho tiempo desde que nos buscábamos el uno al otro, provocándonos, hincando los dientes en los límites. La necesidad de su piel me quemaba como una yaga en carne viva. Deseaba tanto que fuese libre, deseaba tanto poseerlo, quería sus pensamientos, sus noches y su cuerpo, lo quería todo. Podría tenerlo todo ahora, si lo intentara, pero me repliego en mi caverna como una sombra y desaparezco. Soy yo quien tiene temor. Le temo, le amo y le huyo. Es el único hombre a quien podría entregarle la vida, si el lo exigiera. Pero me niego a entregarle todo, porque no lo quiere todo, no de mi, no de nadie, y yo lo sé. Alimentarse de mí, fagocitarme, mientras eso le brinde un escape, una válvula, una salida, mientras tenga de dónde escapar, de qué o de quién. Sólo siente su libertad cuando intentan atraparlo, sólo entonces es cuando despliega las alas y vuela, aunque sea por tan sólo un momento, para sentir el golpe del viento en la cara, llenar sus pulmones, vivir. Si pudiera poseerme por completo, y lo puede, no lo haría. Se justificaría en un sin fin de pretextos altruistas e iría a parar a los brazos de otro fracaso. Conmigo no fracasaría, y odia tener éxito, detesta que lo amen. Yo, en cambio, tengo mucho más que perder: mi juventud. Y yo amo, amo con cada fibra de mi persona. Quizá por eso me alejo, temo no poder evitar darme toda y perderlo todo, todo lo que tengo, lo único que tengo. A mí misma. Ya perdí suficiente: mis pensamientos le pertenecen, mis fantasías le pertenecen, mis orgasmos le pertenecen. Todo lo demás lo voy a proteger.
domingo, 20 de diciembre de 2009
Enceguecedora bolita de papel
Quizá sea que he leído demasiado ya. No tolero que le llamen escribir a poner una palabra delante – o detrás – de otra. Las palabras también pueden decir nada. El símbolo es símbolo en tanto represente y tenga un sentido. Por eso nunca me gustaron los Cronopios. ¿Qué demonios es un cronopio? “La noche es espejada, la enceguecedora bolita de papel que se arrastra entre tus manos se duerme al unísono de los claveles”. Es una palabra detrás de otra. Se lleva un Nobel, y yo sigo tomando café frío y rezándole a cualquier ser que esté vagando por el éter que me traiga un cigarrillo. Y pensando en lo estúpida que es la dueña de ese cuello por caer en tus brazos. Ya verá, ya verá lo implacables que son tus excusas y lo rápido que se fugan tus ganas detrás de otro cuello. Y entonces quizá, habrá en alguna parte del mundo, una pareja que se está conociendo, otra besando, alguna otra que está teniendo sexo increíble y otra, que esta evitando tenerlo, además de dos tazas de café frío y dos mujeres con incontrolables deseos de fumar. La buena noticia es que en algún lado, siempre amanecerá, aunque sólo sepa dónde, cuando suceda en mis narices.
jueves, 22 de octubre de 2009
TIEMBLO
Tiemblo despacio, tiemblo en el interior de mi pecho, entre mis senos, por debajo de los huesos. Como si una brisa ladrona entrara a hurtadillas desde mi boca y me arrebatara un suspiro, sin querer, solapadamente y en silencio. Tiemblo en el alma, tiemblan mis anhelos y la esperanza de saberte en alguna parte de este mundo, también tiembla. Se desliza entre el corazón y los pulmones tu fotografía, y tiemblo completa.
Tiemblo a través de mis manos, tiemblan mis palabras mientras te escribo y tiemblan las teclas que aprieto, como si pudieran absorber el roce de las yemas de mis dedos que ansían morir en tu piel, en tus labios, recorrerte la boca como quien toca por primera vez, como quien sólo ve a través del tacto. Puedo ver esa suave boca desde lo digital de mis huellas y trazar el camino exácto desde las comisuras de tus labios hasta impunemente robarte un beso. Me tiemblan y me sudan las manos cuando existes. Existen mis escritos cuando te tiemblo.
Me tiembla la vista, por el amor de dios, cuando mis ojos encuentran los tuyos en medio del vacío que reina en el océano, cuando la luna es testigo de nuestras miradas, cuando es cómplice. Cuando la miras desde allá, cuando la miro desde acá, y temblamos los dos, un poco de miedo, un poco de placer, un poco por insanidad. Me obliga a cerrar los ojos, a restregarme los párpados, a fruncir el seño, y a querer volver a mirar, a necesitar el temblor en los ojos, a convencerme de que no es un sueño, de que estás ahí, de que estoy acá, mirándote, aún tan lejano. Me tiemblan los ojos porque te puedo ver, más allá de la carne, más allá de la piel y más allá del mar.
Tengo un desfile en el vientre, tiembla. Un desfile estrepitoso, calamitoso, caótico, amazónico, angustiante, extasiante y febril. Un desfile que hace ruido, un desfile de temblores, agudos, intensos, voluptuosos, epilépticos. Todos tiemblan a la par, a veces alguno marca un cambio de compás, y los demás le siguen. Son temblores aventureros, que escalan del vientre al ombligo, se enroscan y piden una cesárea. Temblores que pujan por salir, que creaste con sincronismos y poesía. Mi vientre tiembla con tu poesía. Ansía tu poesía creadora en lo más profundo de su abismo. En el infinito, desea temblar y bailar al ritmo de tu rima. Mi temblor quiere bailar con tu temblor.
Me tiemblan las rodillas, las pantorrillas, los meniscos, las articulaciones. Me tiembla el esguince que tuve en el tobillo a los dieciséis. Me tiemblas por todos lados, indiscriminadamente, absurdamente, descaradamente. Me tiembla la voz, cuando pronuncio tu nombre. Ese nombre del que poco sabes y yo sé tanto, que tengo sabido por demás desde antes de encontrarte. Ese nombre que tantas noches perteneció a otro, que tantos soles eclipsó y que ahora me encandila nuevamente. El sincronismo tiembla hasta en tu nombre, que es ahora sólo tuyo, al igual que yo. Me tiemblan el pensamiento y los sentidos, la imaginación. No. No tiemblan, colisionan. Colisionan como estrellas fugaces, sin saber si son producto del azar o de la fortuna, o estuviste ahí esperándome todo este tiempo, todo el mismo tiempo que estuve yo esperándote. Si siempre estuviste del otro lado del horizonte, cada vez que miraba el mar, pensándote, soñándote, sabiéndote. Siempre supe que había algo detrás del horizonte, el horizonte temblaba acompasando mi deseo de que existieras. Me tiemblan la voz, el pensamiento y los sentidos, si, todo junto y articuladamente se desarticulan entre sí, y agradezco que no escuches lo que digo, o leas lo que escribo, la coherencia se me escapa, también tiembla, y me pregunto si es posible temblar tanto sin morir. Luego, recuerdo. Recuerdo, que en cada explosión tiemblo. Recuerdo, que cuando muero, tiemblo. Y recuerdo, que cuando tiemblo, vivo. Y que ahora, tiemblo deseándote a mi lado, para vibrar en cada estallido cuando el mar finalmente se seque y la humedad esté toda entre nosotros.
domingo, 30 de agosto de 2009
DOS
Para uno, la plenitud era el sexo y el peligro. La noche completa lo enfurecía y excitaba, los ojos desorbitados, el escozor de los capullos que bebía y de su miembro endureciéndose más y más con cada sorbo que tomaba de sangre. Cazaba, se alimentaba, eyaculaba y se dormía. No buscaba más que morir, mas no lograba conquistar a la maldita parca y sentíase más vivo que nunca cuando encontraba una nueva víctima y volvía a comenzar su aguda danza. Estrellas colapsaban en su mente y cuerpo cada vez que esto sucedía, y en el devenir de los días, la danza concluía y volvía a comenzar, frenéticamente, a veces en horas, otras en días, otras en años. Pero siempre volvía, sin escapatoria, sin escrúpulos, sin piedad a arremeter su voluntad contra alguna desprevenida e inocente presa. Y siempre lo gozaba.
Para el otro, su némesis y más intrínseco compañero, la felicidad eran el amor y la belleza. El arte de una caricia, la más elevada de todas, un simple roce que inflara el pecho de vida y sacudiera el corazón con el más delicado tacto. Una palabra desbordante de poesía y darse, darse por completo, dar su energía, su calor, su abrazo, su protección. Cautivo de imágenes rebosantes de colores y formas, de pájaros en vuelo, de cuentos infantiles, de romances de cine francés. Dotado de una imaginación única, volátil, embrigábase en fantasías diurnas, se perdía en deseos de trascendencia y champagne. Aspiraba el aroma de las flores, del pasto, y el aroma de una mujer cual esencia de vida, cual oxígeno y se dejaba enamorar por el honor y el coraje de valientes mártires. Deseaba contenerlo todo, darlo todo, serlo todo y amarlo todo: deseaba ser un niño y deseaba ser un padre. Deseaba ser esposo, ser devoto, ser de alguien, pertenecerle y pertenecer. Ser un hombre, uno solo, que pudiese ser. Deseaba ser y deshacer. Deshacerse de sí mismo. Era el único deseo que compartían ambos, y ninguno lograba concretarlo. Coexistir era la única alternativa y era lo que los destruía.
Una mujer, los amó a ambos. Sólo ella pudo ser víctima de la noche y luz durante el día. Sólo ella soportaba sin morir sus arrebatos y lograba sonreír cual luminosa mañana de verano a la vez. Ella cautivaba a la bestia y la saciaba hasta agotarla, y ella misma alimentaba de sensaciones cada segundo de sus días y le besaba la frente, tiernamente. Sólo ella comprendía la euforia de su demencia y le daba forma a los colores. Sólo ella le entregaba sus entrañas para que las destruyera o hiciera de ellas calor de hogar. Sólo ella abría sus cuevas para que se adentrara y luego lo sacaba a ver el alba montado en un remolino de dulces miradas, y tomados de la mano, cantaban. Ella existió, y el flujo constante fue explosión. Los relámpagos hacían acrobacias en el cielo de la noche y del día, mezclándolos, uniéndolos y esculpiendo lo que sería el más grandioso de los seres. Era grandioso en sus ojos, fantástico, dios y demonio, en un extraordinario y único ser completamente fuera de este mundo. La unidad y la completud eran posibles tan sólo en su presencia. No había lucha y cada uno de ellos la amaba con demencia y cordura, todo a la vez. Era uno cuando eran dos.
Eran dos, hasta que fueron tres, y se unieron en el éxtasis del universo, siendo todo lo que se puede ser.
miércoles, 5 de agosto de 2009
LEE EL, LE A EL.
Cuando miran en sus ojos y logran ver la totalidad de las cosas,
Entre copa y copa la eternidad le acompaña, aunque no dure para siempre.
Cuando evocarle oprime los pulmones, las vértebras y las neuronas,
Una fotografía le zambulle en el pasado y le quiebra.
Cuando los dedos buscan en la almohada ya vacía, el calor de los cuerpos
La nada se llena de todo y las manos de recuerdos.
Cuando una sonrisa colada en un sueño, le despierta sigilosa
Y le abandona a la luz de un día nuevo, un día más, otro día.
Cuando late, cuando camina, cuando observa, cuando lee, cuando aprende,
Le extrañan, le piensan, le sienten.
Cuando aman su descendencia, su creación, su pensamiento, tanto o más,
Que el cuerpo, la sangre y el estigma, le endulzan, le acarician su verdad.
Cuando enseña, cuando ríe, cuando canta, cuando abraza, cuando gime,
Le miran desde una oscuridad impoluta, absurda, profunda.
Cuando su carne forma parte de la carne toda, cuando su alma desanda el camino,
Le protegen en el pensamiento, le envuelven en un nido de nubes.
Cuando se pierde, cuando pena, cuando divaga, cuando nace, cuando muere,
Le adentran en historias maravillosas, le plasman en una hoja en blanco.
Le aman en silencio.
Y le inmortalizan.
domingo, 26 de julio de 2009
ERECCION ESPINADA
Me había acercado a el hacía unos instantes, sutilmente, caminando despacio y cadenciosamente, sin quitarle la mirada de encima, inclinando levemente la cabeza a medida que lo recorría desde sus lujuriosos labios hasta su entrepierna, al ritmo del bossa que sonaba de fondo como acompañando mis intenciones. Era cierto, tenía un aire a Matthew Mac Fayden. Imposible no reconocerlo, aún con el vacío que emanaba de su mirada, ido, absorto en algún pensamiento culpógeno de seguro.
En aquel café de Recoleta, elaboré sin descaro y sin omitir detalles mis anécdotas en la profesión. Reconocí entre pitada y pitada que los hombres que habían pasado por mi carrera sin duda tenían tendencias exuberantes y poco convencionales, y yo me encontraba irremediablemente embelesada por aquellas exóticas prácticas.
Me miraba perplejo, y en sus pupilas se traslucía una combinación dicotómica de terror y calentura que acompasaba a la perfección el endurecerse de mis pezones y la tormenta de flujo que inundaba mi bombacha. Siempre me enardeció relatar mis anécdotas.
Continué.
Antes era puta, y era de las mejores, de las mejor cotizadas de Mendoza, y de las más hábiles e intrépidas. Podía tener al más avejentado de los hombres con una erección constante. Mi secreto era, justamente, un secreto y no pensaba develárselo sin antes darle una muestra personalizada de la vivacidad de mi lengua. Y alevosamente, él no podía esperar a que se la diera.
Hablamos durante unas horas, sin dejar de mirarnos respectivamente el camino que conducía por debajo de mi falda hacia mi humedad y su sorprendemente enorme falo ya erecto desde la palabra “puta”, que pujaba por escapársele del pantalón y correr hacia mis hambrientas fauces.
Una vez finalizado el protocolo imperioso y desfachatado de seducción al que debíamos someternos, pagó la cuenta y le propuse continuar con mi relato en una habitación de mi hotel del centro, a lo cual sin dudar una milésima de segundo, accedió gustoso y con el pene casi atravesándole la cremallera.
Siempre me pregunté por qué los hombres eran tan permeables, tan fáciles de manejar y corromper. Quizá eso era lo que me hacía ser tan buena en mi trabajo. Se comportaban después de un par de líneas prefabricadas como asnos en celo, quedando a merced de lo que se desease. Inocentes, inmóviles, indefensos. Víctimas de su propio crimen.
Así fue como lo conduje hacia los abismos de la perdición.
Debo confesar que me costó muchísimo llevar a cabo mi deber. Era hermoso por dónde se lo mirase, ardiente y seductor. Y sin lugar a dudas, sabía a la perfección como complacer a una mujer exigente, como quien lleva años ensayando el arte del sexo. Aún así, continué, pues ya estaban pagos mis servicios.
Como tantas otras absurdas, pero no por ello menos adrenaliticas prácticas, le exigí que vaciara su esencia espesa y abundante en un recipiente.
“Para que me la pueda tomar”, dije, afiebrada y tenaz. Claro que después de agotarlo física y mentalmente, no podía negarse a tal requerimiento. Después de todo, esa sustancia lactosa me pertenecía, era mi premio por haberle mamado hambrienta toda su hombría.
Y así lo hizo. Había semen de sobra para llenar una olla y cocinar a toda su descendencia. Y luego, adormecióse ingenuo, exhausto, complacido.
No fue hasta horas más tarde, que despertó aullando los nombres de los demonios de las profundidades. Hallóse en un profundo dolor, con el miembro clavado a una tabla de madera espinada cual retoño de árbol en una plaza, y en un grito desgarrado tras otro, clamaba por esa mujer que lo habría acompañado durante los últimos 12 años de su vida. Cómo si ella fuese a socorrerlo, iluso. “¡Nora!, ¡Por dios, ayúdenme!, ¡Nora! ¡Nora!”
“Antes era puta”, le recordé en un segundo de silencio, entre llanto y grito, grito y llanto.
Sus ojos tenían el mismo terror que cuando le contaba mis aventuras, pero esta vez no había dicotomía alguna. Era todo terror, toda desesperación, todo suplicio, llanto y arrepentimiento, continuó gritando el nombre de su esposa por unos minutos. Debo admitir que verlo tan indefenso, tan atrapado, atado a la cama y con el pene entablillado a esa maderita tan cubierta de espinas y semen, que lo mantenía parado, me generó un sentimiento de angustia y pena.
Decidí entonces brindarle el placer de verbalizar mi secreto, aunque ya lo tenía por sabido. Las erecciones se mantenían eternamente, más allá de la muerte, clavadas perpendicularmente. Víctimas de sus propios crímenes.
“Antes era puta, y lo sigo siendo. Pero, mis clientes nunca fueron mis víctimas, sino sus mujeres”, le susurré al oído, con la mirada poseída en desdén hacia ese falo ficticiamente parado.
No quería dejarlo desangrándose sólo en esa fría habitación, pero debía reunirme con mi cliente, tenía que hacerle la entrega antes del mediodía.
No quería dejarlo sólo, me partía el corazón. Fue por eso que, en un acto de honor y humanidad, asfixié su último suspiro con una almohada, limpié cuidadosamente mis huellas, me vestí y salí del hotel. Me apresuré hacia la clínica de inseminación artificial con su esencia aún caliente en el recipiente. Nora me esperaba ansiosa en la puerta.
“¿Todo bien?”, Inquirió.
“Sí, todo salió según los planes. Un hijo de puta, te estaba cagando como intuías, se lo merecía. Acá está el tarro.”, balbuceé mientras le daba el esperma a la naciente viuda y agarraba el sobre con mis honorarios.
sábado, 25 de julio de 2009
HERMANO DE TINTA
Parte en calma, amigo del alma, hermano de tinta.
El cielo alumbraba tu nombre,
Sol de noche, astro de vida.
Cansado, emprendías el viaje,
Corazón embebido de esperanza prometida.
Con el destino a cuestas, nunca por delante.
No olvides, aún escribes tus letras.
Treinta más siete has visto,
Cuántos amaneceres aún te esperan.
Reinventa el coral de tus orillas,
Todo acaba, más nada termina.
Paciente pulso, no sueltes la pluma,
Regálate entero desde aquella bahía.
Descansa la magia del corazón herido,
Atrévete al sueño, amigo del alma, hermano de tinta.
Diste vuelo a tus alas, diste amor a tu vuelo,
Canta el viento con tu risa.
Arrullas el niño que duerme aún no nacido,
El otoño se aleja, el sueño comienza.
No más colillas humeantes, fragancias efímeras,
Sábanas revueltas de nada.
Águila triunfante, busca el horizonte,
Y dime a qué sabe la vida.
Reposa la historia en tus yemas, y un cuarto vacío,
Maletas repletas de sabiduría.
No dejas atrás nada, te lo llevas todo contigo,
La frente en alto, la postura erguida.
Que el espejo no mienta, bello espíritu,
La fiesta se deja bailar en prosa.
Con música en los labios y ardor en el suspiro,
Es que te despiertas, amigo del alma, hermano de tinta.