domingo, 26 de julio de 2009

ERECCION ESPINADA

Antes era puta. Y se lo confesé sin ningún tipo de remordimiento alguno. Mi carrera me había llevado a ver las ciudades más extravagantes del mundo, y la extravagancia, según se podía ir imaginando entre sorbo y sorbo del cognac que mecía de mano en mano sin dejar de mirarme el escote, era algo que ejercía una poderosísima influencia sobre mi.

Me había acercado a el hacía unos instantes, sutilmente, caminando despacio y cadenciosamente, sin quitarle la mirada de encima, inclinando levemente la cabeza a medida que lo recorría desde sus lujuriosos labios hasta su entrepierna, al ritmo del bossa que sonaba de fondo como acompañando mis intenciones. Era cierto, tenía un aire a Matthew Mac Fayden. Imposible no reconocerlo, aún con el vacío que emanaba de su mirada, ido, absorto en algún pensamiento culpógeno de seguro.

En aquel café de Recoleta, elaboré sin descaro y sin omitir detalles mis anécdotas en la profesión. Reconocí entre pitada y pitada que los hombres que habían pasado por mi carrera sin duda tenían tendencias exuberantes y poco convencionales, y yo me encontraba irremediablemente embelesada por aquellas exóticas prácticas.

Me miraba perplejo, y en sus pupilas se traslucía una combinación dicotómica de terror y calentura que acompasaba a la perfección el endurecerse de mis pezones y la tormenta de flujo que inundaba mi bombacha. Siempre me enardeció relatar mis anécdotas.

Continué.

Antes era puta, y era de las mejores, de las mejor cotizadas de Mendoza, y de las más hábiles e intrépidas. Podía tener al más avejentado de los hombres con una erección constante. Mi secreto era, justamente, un secreto y no pensaba develárselo sin antes darle una muestra personalizada de la vivacidad de mi lengua. Y alevosamente, él no podía esperar a que se la diera.

Hablamos durante unas horas, sin dejar de mirarnos respectivamente el camino que conducía por debajo de mi falda hacia mi humedad y su sorprendemente enorme falo ya erecto desde la palabra “puta”, que pujaba por escapársele del pantalón y correr hacia mis hambrientas fauces.

Una vez finalizado el protocolo imperioso y desfachatado de seducción al que debíamos someternos, pagó la cuenta y le propuse continuar con mi relato en una habitación de mi hotel del centro, a lo cual sin dudar una milésima de segundo, accedió gustoso y con el pene casi atravesándole la cremallera.

Siempre me pregunté por qué los hombres eran tan permeables, tan fáciles de manejar y corromper. Quizá eso era lo que me hacía ser tan buena en mi trabajo. Se comportaban después de un par de líneas prefabricadas como asnos en celo, quedando a merced de lo que se desease. Inocentes, inmóviles, indefensos. Víctimas de su propio crimen.

Así fue como lo conduje hacia los abismos de la perdición.

Debo confesar que me costó muchísimo llevar a cabo mi deber. Era hermoso por dónde se lo mirase, ardiente y seductor. Y sin lugar a dudas, sabía a la perfección como complacer a una mujer exigente, como quien lleva años ensayando el arte del sexo. Aún así, continué, pues ya estaban pagos mis servicios.

Como tantas otras absurdas, pero no por ello menos adrenaliticas prácticas, le exigí que vaciara su esencia espesa y abundante en un recipiente.

“Para que me la pueda tomar”, dije, afiebrada y tenaz. Claro que después de agotarlo física y mentalmente, no podía negarse a tal requerimiento. Después de todo, esa sustancia lactosa me pertenecía, era mi premio por haberle mamado hambrienta toda su hombría.

Y así lo hizo. Había semen de sobra para llenar una olla y cocinar a toda su descendencia. Y luego, adormecióse ingenuo, exhausto, complacido.

No fue hasta horas más tarde, que despertó aullando los nombres de los demonios de las profundidades. Hallóse en un profundo dolor, con el miembro clavado a una tabla de madera espinada cual retoño de árbol en una plaza, y en un grito desgarrado tras otro, clamaba por esa mujer que lo habría acompañado durante los últimos 12 años de su vida. Cómo si ella fuese a socorrerlo, iluso. “¡Nora!, ¡Por dios, ayúdenme!, ¡Nora! ¡Nora!”

“Antes era puta”, le recordé en un segundo de silencio, entre llanto y grito, grito y llanto.

Sus ojos tenían el mismo terror que cuando le contaba mis aventuras, pero esta vez no había dicotomía alguna. Era todo terror, toda desesperación, todo suplicio, llanto y arrepentimiento, continuó gritando el nombre de su esposa por unos minutos. Debo admitir que verlo tan indefenso, tan atrapado, atado a la cama y con el pene entablillado a esa maderita tan cubierta de espinas y semen, que lo mantenía parado, me generó un sentimiento de angustia y pena.

Decidí entonces brindarle el placer de verbalizar mi secreto, aunque ya lo tenía por sabido. Las erecciones se mantenían eternamente, más allá de la muerte, clavadas perpendicularmente. Víctimas de sus propios crímenes.

“Antes era puta, y lo sigo siendo. Pero, mis clientes nunca fueron mis víctimas, sino sus mujeres”, le susurré al oído, con la mirada poseída en desdén hacia ese falo ficticiamente parado.

No quería dejarlo desangrándose sólo en esa fría habitación, pero debía reunirme con mi cliente, tenía que hacerle la entrega antes del mediodía.

No quería dejarlo sólo, me partía el corazón. Fue por eso que, en un acto de honor y humanidad, asfixié su último suspiro con una almohada, limpié cuidadosamente mis huellas, me vestí y salí del hotel. Me apresuré hacia la clínica de inseminación artificial con su esencia aún caliente en el recipiente. Nora me esperaba ansiosa en la puerta.

“¿Todo bien?”, Inquirió.

“Sí, todo salió según los planes. Un hijo de puta, te estaba cagando como intuías, se lo merecía. Acá está el tarro.”, balbuceé mientras le daba el esperma a la naciente viuda y agarraba el sobre con mis honorarios.

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