miércoles, 30 de diciembre de 2009

EL REY ASESINO

Se había prometido no volver a caer en la trampa de algún impostor, que escudara sus mórbidas intenciones bajo el tibio velo de sus anteriores ilusiones fallidas. Se había prometido, y aún cuando casi nunca cumplía una promesa –y menos aun una propia-, mantenía su palabra. Ya nadie la tocaba, ni más ni mejor, que sus propias yemas debajo de las sábanas, pues alcanzaba el éxtasis tan solo con ellas y con el recuerdo de un amor tan intenso que no tuvo fin en su mente jamás. Y dormía por las noches, aferrada a su desazón.
Tuvieran las intenciones que tuvieran, sus amantes se sucedían unos tras otros en un sádico efecto dominó, sin causar en ella absolutamente nada más que desdén hacia la raza humana y más específicamente, hacia el género masculino. Eran todas figuras de un mismo tablero, los mismos colores, los mismos movimientos, y jaque mate al descubrirlos, sin mayores reparos, cínica y soberbia, azotaba el ego del oponente desenmascarando su estrategia.
Finalmente, un Rey privado de séquito y táctica, y dotado de un solemne semblante, y delicados movimientos, se apareció a su puerta. Obnubilada por sus encantos, se repetía incesantemente que no debía quebrar su promesa, que debía permanecer atenta a cualquier movimiento en falso de su oponente, que en efecto, era digno de serlo.
Tanto o más observador, el Rey elegía cuidadosamente cada palabra, gesto y caricia. Asentía cuando correspondía y sorprendía cuando menos se lo esperaba. Magnificaba y realzaba átomo de aire que se ponía en contacto con su persona.
No tuvo más remedio, que bajar la guardia. No era una figura del mismo porte que las anteriores, era potencialmente quien daría batalla en la partida más importante de su vida.
Quebró su promesa y no tardó en caer bajo los efectos estupefacientes de su mirada, y el delirio de su imaginación. Olvidó promesas, pasado, nombres y apellidos, incluso el propio. Sólo se sabía completamente suya, se sabía encadenada y esclavizada de por vida a ese Rey que había ganado su vuelo, que había logrado volver a someterla a una ilusión. Se decía una y otra vez, que había sido tonta, había sido presumida y pesimista, que finalmente no eran todos impostores, que su Rey portaba una corona de oro y plata, que no cesaba de brillar, se la pusiera bajo la luz que se lo pusiera, salía airoso de todas las pruebas.
Un buen día, ya convencida de su acierto y casi habiendo recobrado sus sentidos, su vitalidad y la belleza en su mirada, la ternura en su voz y el arrebato en su abrazo, se entregó sin más al frenesí cadencioso de su pubis, y sintió colapsar el universo a su alrededor. Lo inesperado.
Caía la cristalería de los vajilleros, las paredes resquebrajaban su ladrillo y los cimientos de la construcción se venían sobre ella como rayos que bajan de las alturas, clavándose certeramente en su vientre, presionando con tanta vehemencia sus entrañas que le resultaba imposible, inercialmente, no dejar caer una lágrima por sobre sus mejillas.
Amaba su ilusión, pero jamás la habían tocado manos menos vivaces, menos sabias de caricias, que aquellas que poseía su Rey. Como en un acto reflejo, su admiración, desenfreno y pasión, el amor y la plena entrega se deshicieron en pedazos en cuestión de segundos. No toleraba la incongruencia entre sus sentires y los de su sexo. Y, buena mujer de principios, no concebía la idea de amar sin alimentar el frenesí de su sexualidad cual fiera voraz, era preferible darse placer propio y morir en la agonía impúdica de la masturbación.
Asi fue, como una fatídica noche, recostó su cabeza en su almohada cuasi vacía, resolvió no volver a entregarse jamás a esa ilusión, no brindarle a ningún indigno más su monte de Venus, tan venerado por ella e incomprendido por un millar de manos vacuas, no volver a intentar emular las alucinaciones propiciadas por la lujuria en su mente, que no existiría ya más que en su memoria, se propició una adecuada dosis de tibio placer, y murió mientras dormía, aferrada a su desazón, a sus recuerdos, y al dulce éxtasis de su entrepierna.

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