miércoles, 30 de diciembre de 2009

Mugre

Prendí el último cigarrillo y salí a caminar. La calle estaba desierta, la negrura opacaba las copas de los árboles y sólo veía un par de metros por delante de mí. Habían anunciado lluvia, y la humedad podía olerse en el aire, mitad rocío de madrugada, mitad tormenta en camino.
Caminé solo un par de cuadras hasta que me detuve frente a su puerta. Ahí, con el frío calándome hasta la médula ósea, me detuve y observé la puerta. Nunca antes había notado cuán desvencijada estaba. Roída y oxidada, brotaba de ella una sordidez angustiante. La puerta que separaba su cuerpo y el mío. La puerta que había sido testigo de miradas cómplices y ardientes despedidas. La puerta a la cual habíamos victimizado tantas veces arrojándola con furia contra el marco, con la esperanza de partirla en pedazos para darle mayor elocuencia a los “Andate a la mierda, forro!”. La puerta que se había cerrado tras de mi el día en que me marche por última vez. Y ahí estaba, autista, sin quitarle la vista de encima, frente a frente con ella nuevamente. Ahora era ella quien me protegía del dolor de ver del otro lado, y verlo con ella. Era su puerta la que me impedía cometer un acto sin duda falto de sentido, pero el cual me sentía tan compelida a realizar.
“Puerta de mierda”, pensé en voz alta.
Eran las cuatro de la mañana, y escaseaba la vida alrededor. Dentro de mí también escaseaba. Debo haber estado, por lo menos, 25 minutos mirando el picaporte. Cuánto moho, cuánta mugre. Qué sucia mujer se buscó, si es que se le puede llamar mujer.
¿Por qué vine a esta hora, a sabiendas de que no iba a llamar a la puerta siendo tan tarde? La cortesía es algo que no se pierde, y mucho menos cuando uno está esmerándose en ser cobarde.
Logré salir del estupor, de la mugre, de pensar en si la cantidad de podredumbre de la puerta sería directamente proporcional a la cantidad de sexo que tendrían, y emprendí, cabizbaja, la vuelta a mi departamento. Seguro cogían como conejos. Seguro habría dado buen empleo a todo lo que le enseñé. Seguro era una hija de puta y lo iba a dejar antes de que cantara un gallo. Seguía vacía, la calle y yo también. Seguro serían felices y la única damnificada era la puerta. La puerta, y yo, claro. Estúpida, no vuelvo más.
Bueno, quizá sólo mañana a la noche.

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