lunes, 9 de marzo de 2009

Del yugo.

- ¿Quién es?

Preguntó asombrada, para éstas épocas ya casi nadie tocaba a su puerta, y mucho menos con tal desdén, como quien intenta derribar el estorbo entre una víctima y su victimario.

- Sabés perfectamente bien quien. Abrí.

¡Diablos, era él! El asombro se había convertido en temor en cuestión de segundos. Parecía remembrar aquella promesa lejana ya en el tiempo, como si hubiese sido ayer. Promesa que jamás creyó que debría de cumplir. Pudo sentir un escalofrío naciendo en su nuca.

- Abrime, dale. Hace frío.

Dubitativa, miró el picaporte, de donde colgaban majestuosas las llaves, invitándola a enfrentarse con su soberbia, a dejar pasar a su hogar aquel a quien habría, hacía ya algún tiempo, neurotizado de deseo.

- Busco las llaves, dame un segundo.

Ganar tiempo, le valdría de poco. Tarde o temprano debería tener que erguir la espalda y mirarlo a los ojos. O darle la espalda, dependiendo de cómo quisiera él perpetrar el acto.

Inmutada frente a la puerta, deseaba pensar rápido, aún cuando corrieran los segundos y no lograra hacerse de un pensamiento coherente. Blanco, completamente todo en blanco. No podía dejarlo fuera. No podía dejarlo entrar. No habría vuelta atrás, y ella lo sabía.

- ¿Las estás fabricando? Dale que no tengo mucho tiempo.

No estaba preparada, probablemente nunca lo estaría. Continuó mirando la puerta, en silencio, temblorosa y transpirada. Maldijo haberlo provocado, maldijo sus mentiras. Maldijo su compulsión a provocar a quien no debía, y su compulsión a provocar, a secas. Maldijo su apetito incesante por aquel hombre que la obligaba a someterse a sus perversos deseos. Maldijo haber asegurado dar lo que no tenía para dar. Lo maldijo y le abrió la puerta.

- Tanto tiempo princesa.

Lo maldijo y se entregó al furioso ímpetu de su embestida. Tragó una lagrima y volvió a perder aquello que nunca había sido suyo. La inocencia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario